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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Una caja de sorpresas

Tíbor Reves (originariamente Revesz) fue siempre un galán maduro del cine centroeuropeo. Una mezcla de aristócrata húngaro y camarero del café Mozart de Viena. Siempre fue un galán maduro, creo que desde los veinte años. Era afable y discreto, elegante a su manera, un conquistador que cumplía todos los requisitos para poder interpretar una película de Max Ophüls en el papel del violinista zigane o el maestro de ballet de Moira Shearer.

En un periodo bastante largo de mi vida mantuve con él una amable relación primero, una sincera amistad más tarde. Un hombre así suele ser agradable, distante y vacío. Pero éste no era el caso de Tíbor. Tíbor era una auténtica caja de sorpresas. Nunca he sabido dónde nació, si en España, en Hungría o en París. Y además no es relevante. Él era un hombre absolutamente internacional.

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Hijo de Andrés Revesz, comentarista político de aguda inteligencia y poca claridad política, Tíbor aprendió de su padre sobre todo, las maneras, la elegancia, la discreción. Durante todo el tiempo que lo frecuenté nunca le oí gritar, ni enfadarse, ni decir palabras malsonantes, a pesar de su profesión (al menos una de sus profesiones) de jefe de producción cinematográfico, director de doblaje, autor de diálogos españoles de miles de películas, productor con una empresa, Ada Films, que produjo o coprodujo coproducciones muy importantes.

Su facilidad para los idiomas era irritante. Hablaba todas las lenguas conocidas, y muy bien, y además, el hebreo, el árabe, el arameo, y cuando yo lo conocí estaba estudiando intensivamente el sánscrito. Yo le pregunté por qué hacia eso, y él me respondió con sencillez: "Quiero leer los libros de los Vedas en versión original". Tenía tres hijas inteligentes y encantadoras como él, y se paseaba por el mundo hablando en Chicago con acento del midwest, en Italia con acento toscano, salvo si tenía que discutir con un romano, en cuyo caso se largaba en un romagnolo indecente. En Alemania nadie creía que él no era alemán y en España, por supuesto, hablaba con una perfección insospechada en cualquier madrileño y hasta había inventado una lengua nueva: el tiboriano.

Era muy buen ejecutivo de producción. Fue mi jefe de producción en Brasil, en Londres, en Barcelona, y nadie pensó que él no era de una de esas tres ciudades. Bailaba la samba como un elegante de Copacabana, se sabía de memoria a Mallarmé y Flaubert, pero también a Vinicius de Morais o a Chico Buarque. Le he oído discutir a fondo con un profesor de Oxford sobre filología británica, y al final el profesor le felicitó así: "Yo no sé de dónde sale usted, pero sabe más que nadie".

Yo estuve mucho tiempo fuera de España rodando con productores americanos tipo Corman, y esto me alejó de Tíbor, que ya hacía sus pinitos de productor. Me lo volví a encontrar a mi regreso a España, años más tarde, y no había perdido ni un ápice ni de su galanura, ni su discreta elegancia. Bromeamos durante unos minutos recordando a gente estúpida que habíamos conocido los dos. Quizás lucía una mecha gris en su cabello que yo no recordaba. Me dijo: "La mala vida que me dan mis niñas". ¿Cuáles? "Todas".

Estábamos en un estudio de cine, en el bar, que es el sitio que más se visita en un estudio. Tenía un crucigrama a medio hacer. Nunca le había conocido ese vicio. Entonces, muy serio, me dijo: "Yo soy Peko". Peko era el crucigramista de EL PAÍS desde hacía tiempo. Yo le felicité y él se fue corriendo porque le reclamaban desde la sala de montaje. Me aclaró que un nieto suyo estaba dirigiendo su primera película. No supe qué contestarle. Y es que siempre me sorprendía. Siempre llevaba una carta en la manga, pero no para ser más fuerte que tú, sino simplemente para divertirse y poderse reír luego, y contarte un chiste brasileiro.

Jesús Franco es director de cine.

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