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DESAPARECE UNA INTELECTUAL COMBATIVA Y SOLIDARIA
Columna
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Amante de la vida

Juan Cruz

Hay una imagen de Susan Sontag en Cartagena de Indias, hace año y medio. Ella estaba en Colombia para asistir en Bogotá a la Feria del Libro; sus preocupaciones literarias, intelectuales y políticas dominaban su vida. Y ella se tomaba la vida como quien come a manos llenas un manjar que se le ha revelado escaso.

Su enfermedad, que le había asaltado en lo mejor de sus años, en torno a 1970, le dejó una huella que ella convirtió en una estela de pasión por la vida. El libro que fue consecuencia de aquella experiencia, La enfermedad y sus metáforas, no sólo le sirvió a ella sino que le sirvió a muchos otros en todo el mundo para arrastrar las secuelas del cáncer que dominó con una fortaleza extraordinaria. Acaso de ese instante en que venció a la enfermedad vino su propia fuerza, la que tumbaba a todos los que estuvieran alrededor.

Tenía, además, una memoria casi quirúrgica, perfecta, fiel y finísima
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Su energía era inacabable, como si su espíritu y su cuerpo fueran un conjunto perfectamente engrasado para hacerlo todo al tiempo y todo como si acabara de despertarse. Tenía, además, una memoria casi quirúrgica, perfecta, fiel y finísima. No tenía límites, y cuando en los últimos meses se los pusieron, es decir, cuando el cuerpo ya no acompañó a esa mente poderosísima para pensar y para vivir, optó por quedarse en casa, o al menos ya no atendió ningún compromiso. Nunca aceptó el medio camino, tenía que hacer el camino entero.

Así que estábamos en Bogotá. Entre conferencia y conferencia buscaba que la fiesta la acompañara; jamás se daba por vencida. Si estaba en silencio debía ser por poderosas razones; jamás aceptó del otro respuestas baladíes; sus preguntas, como si fueran estiletes, no buscaban sólo respuestas, sino que exigían respuestas inteligentes. Había una expresión suya muy habitual -Wait, Wait!, en español, "¡Espera, espera!"- con la que te detenía si acababas de decir de manera imprecisa la respuesta a alguna pregunta suya.

Pero estábamos en Colombia. Y esta imagen suya en Cartagena de Indias resulta insólita: había ido allí para pasar el rato, para encontrarse con la ciudad de García Márquez y también con aquella humedad que se conserva allí como un monumento. Al fin, podría pensarse, Susan Sontag quiere relajarse. ¡Qué va! Nunca rendía su curiosidad ante nada; su agenda tenía que estar llena de la consecuencia de esa curiosidad, así que quería verse con universitarios, con políticos, quería recorrer la ciudad hasta sus confines más extremos. En ningún sitio ella era una turista; era una ciudadana del mundo, en Nueva York, en Sarajevo, en Cartagena de Indias, en Madrid, en Lanzarote, en ningún sitio era una extranjera. De modo que ahí, en Cartagena, quería saber qué ocurría, y no sólo eso, sino que ella hubiera estado feliz de intervenir en lo que estuviera ocurriendo, hacía cabalgadas insuperables por las callejas calurosísimas del trópico, preguntaba, entraba en tiendas, ya era de allí. Pero incluso en Susan Sontag hay un momento de rendición, y he aquí donde surge esa imagen insólita de su vida infatigable: ahí está, reposando, descalza, con su largo suéter hasta el cuello, pero ya está tan relajada, le parece que el mundo se ha parado un rato y ya no siente necesidad de seguirlo, así que se quita sus botas de caminar, se despoja de sus gruesos pantalones oscuros y se queda en ropa interior, estamos en un hotel de Cartagena, al borde de la piscina, son las ocho de la tarde, oscurece en los sudores del trópico, y desde esa butaca se alza Susan Sontag para adentrarse en la piscina y chapotear allí como una chiquilla que al fin halla paz en el agua... Ya se ha dado una tregua, parecía inconcebible en aquella mente tan obligada por la fuerza de una inacabable exigencia de pasión por la vida.

Su manera de caminar era su tarjeta de identidad. Altísima, vestida casi siempre de oscuro, caminaba con las manos enormes y poderosas muy lejos del cuerpo, como si quisiera llegar no sólo con los pies sino también con las manos allí donde le estuvieran esperando la acción y la palabra... Esta otra imagen la contará mejor José Saramago, pues se produce en su isla, Lanzarote: allí quería ir Susan Sontag con su hijo, el escritor David Rieff, y fue, cómo no, tras la publicación en España de su novela El amante del volcán... Junto a los volcanes de Lanzarote Susan Sontag recibió el impacto del fuego y de la tierra: aquello, decía ella, no era literatura, era la verdad de la tierra, su dolor saliendo del volcán... Ya en Madrid, de noche, le contó a su amigo Pedro Almodóvar la excursión, y lo hizo con tanto detenimiento como si su memoria siguiera aún mirando la isla calcinada...

Nunca estuvo quieta, ni un minuto. Recuerdo que cuando volvió de la excursión al agua, en Cartagena, preguntó: "¿Seguro que ahora ya no hay nada que hacer? ¿¡En toda la noche!?".

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