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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Última hora de la señorita Rasch

Marcos Ordóñez

Uno. Otro regalo de Temporada Alta: Concierto a la carta (1972), de Franz Xaver Kroetz, dirigido por Thomas Ostermeier. La señorita Rasch vuelve del trabajo. Ve un poco de televisión, lava sus panties, da de comer al pez, se prepara la cena, escucha por la radio un programa de canciones dedicadas, hace un solitario, no puede dormir, toma dos, tres, veinte somníferos. Ya conocíamos esta función, un pequeño clásico. Ricard Salvat la presentó en el Regina barcelonés con la actriz chilena Carla Cristi, y luego con Pata Ballesteros, hará, buf, veinticinco años: anteayer. Entonces se llamaba Música sólo para usted. En 1991, Lluís Miquel Climent la monta en la Beckett, con Ariadna Civit. El pasado verano, mientras Carme Portaceli la dirigía en el off Grec (Canciones dedicadas, con Pepa López), Ostermeier la llevó a Aviñón como posdata de su revisión (re-make, re-model) de Casa de muñecas. Para Ostermeier no basta con que Nora se largue. Nora mata a su marido, cumple condena, vuelve a casa y cambia una condena por otra. Tampoco hacía mucha falta, la verdad, emparentar a la señorita Rasch con Nora. Sobre todo porque uno puede pensar que se suicida por remordimiento. Bastante tiene la señorita Rasch con lo que tiene. Soledad, cuatro cosas. Un trabajo aburrido y mal pagado. El sueldo justo para el alquiler de ese horrible apartamentito, para su ropa de saldo, para su cena congelada. Una historia de cada día y de cada noche: hay cien mil señoritas y señoritos Rasch. No sé si les he dicho que la protagonista de esta función sólo abre la boca para cenar y para llenarla de pastillas. Y de champán barato. Una botellita individual, lo que antes se llamaba un benjamín. Ni una palabra. Todo lo que necesitamos saber de la señorita Rasch nos lo va a contar su espacio y su cuerpo: ése es el gran reto del espectáculo. Hay una dolorosa sensación de, podríamos decir, omnisciencia entomológica. Durante una hora, su última hora, vamos a contemplar al animalito en su jaula y a echar la cuenta de sus síntomas. Nos sentiremos doctores en una sala de disección en vivo. Anotaremos: "Obsesiva-compulsiva. Pasión enfermiza por la limpieza. Frota insistentemente todas las superficies a su alcance. Se agacha a recoger cabellos y pelusas. Continuos rituales neuróticos. Toca el radiador cada vez que pasa junto a él, para comprobar que está encendido. Dificultad de concentración. Carraspeos y murmullos nerviosos". La veremos comer y también cagar. Muy desagradable, por supuesto, pero más obsceno es verla morir. Poco a poco, anotamos, el orden cotidiano se resquebraja en pequeñas catástrofes. Un golpe con la pata de la mesa en el tobillo. En el astrágalo, concretamente, donde más duele. Un corte en el dedo. Un resbalón, que podría ser fatal (bañera, nuca) a la entrada del aseo. Un paso de danza, un deslizamiento imperceptible hacia el otro lado, la zona de sombra.

A propósito de Nora, dirigida por Thomas Ostermeier, que estará en el Teatre Lliure en enero

Dos. Carme Portaceli, que es muy alemana, utilizó las consabidas pantallas de vídeo para amplificar sus gestos en primeros planos. Ostermeier, que ya debe de estar harto de la idea, recurre al scope. Un único plano, un decorado longitudinal en el que todo está a la vista, unificado. La puerta de entrada, el sofá-cama, la ventana al exterior (bueno, al tendedero y a los cientos de ventanas idénticas, al fondo). El mueble horrendo con cuatro libros y cuatro bibelots y el pececito rojo girando en su pecera. La cocina con nevera y lavadora. La mesa con el ordenador (un Mac de segunda generación, pleistocénico). El lavabo, abierto, como el de una cárcel. Y el transistor con su programa de música. No recuerdo las canciones que utilizaron Salvat y Climent, y me gustaría, porque dicen mucho. Como contrapunto irónico o puerta a un ensueño imposible. Recuerdo algunas del montaje de Carme Portaceli. Tengo una debilidad, de Machín. Volver, de Gardel y Le Pera. Y, sobre todo, Blue Velvet. Ostermeier arranca con Ex Fan des sixties, de Gainsbourg, una tabula rasa del pasado perdido, en la voz de la Birkin: "Où sont tes années folles / que sont devenues toutes tes idoles

...". Hay dos grandes "momentos musicales" en la puesta de Ostermeier. La señorita Rasch, sentada en la mesa de la cocina, ausente, comienza a levantar la cabeza cuando Cohen canta I'm your man. Yo le hubiera dedicado Why don't you try: "Why don't you try / to live without him / why don't you try / to live alone...". Poco más tarde sobreviene la única distorsión onírica en esta obra furiosamente naturalista: la aparición, literal, de otra mujer, otra Rasch posible. Una hermana gemela. Una soprano, Ulrike Paula Bindert, brota en la penumbra, tras la persiana del tendedero, como la Dama del Radiador de Eraserhead, para cantar un aria, un aria o un lied, mi cultura musical clásica es paupérrima. Una belleza de canción, en todo caso. Un momento mágico, la única fuga hacia la fantasía. Y hay un gesto, sin música, que te rompe el corazón: la inminente suicida coloca un bomboncito encima de su almohada, como si alguien se lo hubiera dejado en la cama de un hotel de lujo. O como un diente para el Ratoncito Pérez. Pero ni siquiera así logra calmarse. La señorita Rasch no puede dormir. Se levanta, toma una pastilla. Es muy posible que en ese momento no desfile ante sus ojos su vida anterior sino, mucho peor, su vida futura. Su día siguiente, idéntico a los anteriores y a los que vendrán. No hay Ratoncito Pérez. Ni canciones dedicadas. No vacía entonces el frasco en su boca, como los suicidas de las películas. Coloca las pastillas en la mesa, juega con ellas, como una niña, forma una cruz, o una estrella, no se ve bien, y las traga de una en una, metódicamente, como ha hecho todo. Tampoco la vemos caer. Hay un espasmo repetido, que podría ser un desesperado intento de tomar aire. O de soltarlo. Una liberación, quizá. Oscuridad, fin. En enero, la Nora de Ostermeier llegará al Lliure, gentileza de Álex Rigola. Hemos conocido su final y conoceremos, si queremos jugar el juego, su principio. Con la misma actriz, la enorme, extraordinaria Anne Tismer.

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