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Tribuna:EL ACCIDENTE DEL YAKOVLEV 42
Tribuna
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Duelo y verdad contra el olvido

El 26 de mayo de 2003, unas cuantas docenas de familias españolas estaban tan radiantes como nerviosas, a la espera de aquellos 62 militares españoles que volvían de Afganistán. Habían marchado hace casi cinco meses para realizar tareas de protección y de apoyo a la población civil. La espera había sido dura, habida cuenta de los peligros conocidos de un país en guerra, pero aquellos sinsabores habían quedado en el olvido ante la previsible llegada de sus familiares.

La noticia del mortal accidente del Yak-42 fue un mazazo, tan increíble como cierto: el avión en el que viajaban se había estrellado en Turquía. Me han contado que las reacciones iniciales fueron muy variadas: desde la incredulidad, a la estupefacción, pasando por una intensa angustia y desesperación y todo ello mezclado con un importante desconcierto. Era el comienzo de un largo e insidioso camino.

En la mayoría de las culturas se quiere tener identificados los restos de los seres queridos

La muerte de un ser querido es una de las experiencias más duras por las que puede atravesar un ser humano. Eso lo sabe muy bien quien lo ha vivido y puede, al menos, presuponerlo quien imagine tan sólo la posibilidad de su ocurrencia. A la experiencia de muerte de alguien muy significativo le llamamos duelo, un proceso que, en principio, es considerado tan normal como doloroso. Su normalidad no le priva de dolor. Sin embargo, los procesos de duelo también pueden cursar como lo que la literatura científica califica a veces como duelo alterado, anormal, atípico, complicado o, en su extremo, patológico.

Los acontecimientos que acompañaron inicialmente al Yak-42 ya contenían numerosos factores de riesgo de duelo complicado para los familiares: muerte violenta, ocurrida de forma repentina e inesperada, juventud de los fallecidos y ruptura de las expectativas inmediatas (llevaban meses esperando y preparando el día de regreso y ese día de ilusión se transformó en un día de tragedia). Esas circunstancias, por sí solas, deberían de haber hecho saltar la señal de alarma para extremar la delicadeza en las actuaciones desde el Ministerio de Defensa.

A esos factores de riesgo mencionados se le han ido sumando otros -el conocimiento de la causa previsiblemente evitable, por ejemplo-, pero hay dos de ellos de especial gravedad. El primero podríamos denominarlo como maltrato institucional. Muchos de los familiares afectados se sintieron muy pronto maltratados por antiguos responsables de Defensa, especialmente por el ministro, Federico Trillo-Figueroa, de quien han llegado a pedir que, por dignidad, abandone su escaño en el Congreso. Era una sensación enormemente contradictoria: te traicionan precisamente aquellos que dirigen la institución a la que han servido hasta con su vida tus seres desaparecidos, te ningunean los que han enviado a tu marido, tu hermano o tu hijo a defender unos valores que tienen que ver con la dignidad, la transparencia, la búsqueda de la verdad, el ejercicio de la responsabilidad. Cuando se niega que hubiera habido quejas graves previas sobre la seguridad de los aviones o que se hubieran guardado muestras de ADN, por citar dos ejemplos, y después se comprueba lo contrario, el escenario se convierte aún en más patético y -lo que es peor- se propician las condiciones para la aparición de duelos complicados. Al dolor de la muerte se le añade el dolor de la percepción de engaño.

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El segundo factor de riesgo añadido tiene que ver con el proceso de identificación de los cadáveres y su temporalidad. Aún a día de hoy, después de año y medio del trágico suceso, existen dudas sobre la localización de algunos cuerpos o de sus cenizas y ni éstas ni aquéllos están en el lugar que las familias habían designado inicialmente. Hay familias que eligieron no incinerar y ahora se encuentran con cenizas y también las hay que sufrieron el camino inverso. Desde un punto de vista estrictamente racional se podría pensar que, todo ello, a fin de cuentas, tampoco te va a devolver a tus seres queridos y que, por tanto, no tiene sentido removerlo. Sin embargo, desde la perspectiva emocional la realidad es muy diferente. En la mayor parte de las culturas, al menos en las sedentarias, se quieren tener identificados los restos de los seres queridos para darles sepultura y poder organizar los ritos de despedida y de recuerdo oportunos. Es más, hasta se suele reservar lugares (el cementerio) y tiempos (el día de difuntos) específicos para todo ello. Hace poco tuve la ocasión de comprobar en Guatemala la importancia, a tal efecto, de las exhumaciones de los cadáveres de los que fueron masacrados por el ejército. Algunos de los familiares formulaban, desde su vivencia íntima de la cultura maya, que para que ellos pudieran encontrar descanso necesitaban, al menos, que los muertos pudieran descansar...

Se ha acusado al actual Gobierno y a las asociaciones de afectados de remover el pasado. Para cerrar el pasado hay que conocerlo y para poder cerrar un duelo se necesita el acceso a la verdad. Enterrar el dolor es incompatible con enterrar la verdad.

Contrariamente a lo que se oye con frecuencia, la resolución de un duelo no pasa por el olvido. No se puede -y probablemente no se debe- olvidar a quien se ha amado tanto. Precisamente, desde la psicoterapia trabajamos lo que Worden denominaba la cuarta tarea del duelo: "Recolocar emocionalmente al fallecido y continuar viviendo", haciendo compatible el derecho a recordar con el derecho a seguir viviendo y con mayúsculas. Como acertadamente describió George Sand: "Que mi recuerdo no envenene tus futuras alegrías, pero no permitas que tus alegrías destruyan mi recuerdo".

Llama la atención la similitud de los procesos de duelo individual con los procesos de recuperación de la memoria histórica que se han producido, tardía y con poca fuerza en nuestro país, y con enorme tesón en otras latitudes, especialmente en Latinoamérica. También es una lucha contra el olvido, pero por razones algo distintas. En estos países se quiere recuperar la "memoria dolorosa" por un deseo de justicia, contra la impunidad y precisamente para que no se vuelvan a repetir los horrores. En los procesos de duelo personal, se quiere mantener la "memoria gozosa" -aunque triste- de aquél que ya no está, para poder recordar lo que fue y lo que nos vinculó mientras estuvo en vida. Ambos procesos son necesarios y no para anclarse en el pasado sino, precisamente, para poder mirar al futuro.

Estoy convencido -o al menos ése es mi deseo- que los familiares de los fallecidos en el Yak-42 podrán resolver su duelo tarde o temprano de manera adecuada, pues aun habiendo factores de riesgo, también existen factores protectores, como han sido la solidaridad y el apoyo mutuo, que nos permiten sospechar un buen pronóstico.

La resolución de un duelo, no obstante, es compatible con la indignación. La misma que produce la actuación iatrogénica del Sr. Trillo-Figueroa, que tanto sufrimiento evitable e innecesario ha generado. Su elección y aceptación como Presidente del Comité de Derechos y Garantías del Partido Popular se convierte en un sarcasmo y -entiendo- en un insulto a los familiares de las víctimas o quizás, también, en un revulsivo para seguir buscando la verdad. De todas formas, la paz de los familiares no puede depender de la asunción de responsabilidades o de la petición de perdón de los victimarios; sería como darles permiso internamente para seguir generando dolor, en función de sus decisiones o de sus omisiones. No se les puede dar ese poder.

Es una paradoja, pero sólo podrá aparecer el olvido de tanto engaño cuando llegue la verdad.

Javier Barbero Gutiérrez es psicólogo clínico y especialista en bioética. Trabaja en el Instituto Madrileño de la Salud.

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