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El valor de la soberanía

En los valles leoneses de Laciana, cerca del pueblo otrora minero de Villablino, trabaja Eduardo Arroyo. Allí pinta y esculpe uno de nuestros grandes del arte, y allí congrega en verano a amigos (el año pasado, José Luis Rodríguez Zapatero y Sonsoles Espinosa) para que escuchemos música en vivo y al viento alrededor de Rosa Torres-Pardo y Enrique Viana, para que bebamos, comamos y charlemos sin más límites que los que derivan de la voluntad y autonomía de cada cual, o de la salud y la biología, éstas siempre restrictivas. En este entorno, o en el más cercano y familiar de los naranjos de Ondara en la falda de Segaria, ahora con la música de fondo, rutinaria y tranquila, del río Girona, con mi amigo Vicent Sarrià, feliz y esperanzado por cierto tras el congreso del PSPV de julio, uno tiene la oportunidad de constatar una obviedad empírica, a saber: que sin duda hay alternativa, en contra de lo cree nuestra reciente consellera de turismo, al modelo, si no desfalleciente, sí tantas veces salvaje del "sol y playa". El paradigma de esto es Benidorm pero también Cullera y tantos lugares de nuestro litoral. Se puede hacer la broma de que al fin y a la postre quien veranea allí son en su mayoría madrileños, a la sazón principalmente del Real Madrid, y que allá con ellos; pero con independencia de la broma, estamos ante una auténtica tragedia. Además, el debate en torno al modelo turístico que nos conviene es sencillamente falaz, interesadamente falaz. Porque la alternativa en la que pienso, en la que pensamos tantos, no es excluyente del "sol y playa" (cómo lo va a ser con nuestras aguas y nuestra luz), sino racionalizadora, que busca un crecimiento sostenible y equilibrado, que junto a las razones económicas y de empleo (importantísimas) tiene en cuenta las derivadas del ineludible respeto al medio y a la calidad de la oferta. Dénia parece que ha rectificado en este sentido y ojalá sepa encontrar el punto justo antes de que sea demasiado tarde, particularmente para la playa de las Marinas.

Yo además estoy directamente interesado en que la tragedia ecológica no se consume del todo. Mi interés, claro está, no es pecuniario vinculado al gigantesco negocio de la especulación urbanística. Mí interés es romántico pero también pragmático. Porque, además de sentir y mirar, sólo en parajes como los descritos de León o de nuestra Ondara, uno puede leer, escribir y pensar con sosiego, es decir, trabajar descansando como diría Unamuno. Leer pasivamente y mirar las cosas con la distancia precisa, sin prisas, a fondo. Por eso, sin estar seguro de tener (la) razón, que es lo más antiuniversitario y contrario a la inteligencia del mundo, sí he pensado durante estas semanas de verano, a veces en diálogo fructífero con mi amigo Juanjo Palá, un juez sensible y culto, en algunos de los debates que ya se han iniciado y que auguran un otoño político calentito. Naturalmente, no me refiero a la guerra fraticida en el PP valenciano, quizá con coletazos de más largo alcance (pobre Rajoy), que no tiene ningún interés teórico salvo para la psicología y el estudio del comportamiento humano a partir de algunas tesis freudianas. Para un juez o para un filósofo del Derecho y de la Política, como es el caso, pero también para cualquier ciudadano mínimamente comprometido interesan mucho más otros temas, como, por ejemplo, el propuesto de la reforma constitucional, más allá de los cuatro aspectos concretos, casi de sentido común, del programa del PSOE, es decir, en lo que tiene que ver con, en su caso, una nueva organización territorial del Estado.

Y yo al respecto subrayaría una idea con el compromiso de desarrollarla más y de justificarla mejor en otra entrega mía aquí en EL PAÍS. Es una idea que debiera estar en el horizonte final de todo el proceso de reforma y sobre la que no se ha insistido mucho desde ninguna de las posiciones conocidas y anunciadas. Me refiero a la idea de soberanía, que es la última estación, o la primera, según como se mire, que hay que transitar en todo proceso democrático sobre el destino de nuestra convivencia. ¡Menos planteamientos tragicómicos, como el reciente de Rodríguez Ibarra, y más deliberación democrática y respeto a las reglas del juego! Porque, tanto unos como otros, por simplificar, los que están del lado de un nuevo modelo territorial -sea el que sea, y tenga el alcance que tenga- como los que defienden que se mantenga el actual, suelen argumentar de entrada con razones que evitan al sujeto democrático; no parecen ser conscientes de que quien debe decidir al final, quien tiene la última palabra -y antes el derecho y el deber de debatir- es el pueblo español en su conjunto (artículo 1.2 de la Constitución), indirectamente en las Cortes Generales o directamente a través de un referéndum final. Y sin embargo, bien al contrario, predominan en los razonamientos argumentos de carácter esencialista, con referencias ontológicas o iusnaturalistas que serían buenos ejemplos de eso que Beck llama categorías zombis: nociones que se presentan como vivas, cuando en realidad están muertas. Y tanto me lo parece la alusión tout court a la indisoluble unidad de la patria, como el concepto constituyente sin más de comunidades históricas (a no confundir con la inteligente y positiva propuesta de Eurorregión económica y cultural de Maragall -qué ceguera, por cierto, la del president Camps-) o el derecho a la independencia del País Vasco. Todos estos planteamientos no dejan de ser, según creo, propuestas antidemocráticas y antijurídicas si se presentan como definitivas o, lo que es lo mismo, si no pasan el test de la soberanía, que es el test de la democracia, y que como diría Bodino, en estos asuntos "no admite superior".

José Manuel Rodríguez-Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho y de Filosofía Política de la Universitat de València.

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