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A PIE DE PÁGINA

Huelga de hambre en Roma

El silencio se compra o se impone. Desde sellar los labios con un beso hasta introducir entre estos labios una buena cantidad de plomo derretido, existió siempre una extensa gama de métodos eficaces para hacer callar a los que querían decir algo. Ya en remotos siglos este querer acallar ha ido pisando los talones al querer hablar y, más tarde, al querer escribir, lo que motivó la tendencia a quemar papeles o hacérselos tragar a quien osó escribirlos.

En la historia de la censura de libros hubo un caso singular sucedido al emperador Nerón y al historiador Aulio Crenucio Cordo, episodio hoy olvidado por razones obvias.

El historiador Cordo había redactado unos anales en los que se relataba sin paliativos hechos privados de la corte de Roma. No bien llegó esta noticia a oídos de Nerón, comprendió que debía evitar que corriese de mano en mano tal libro pues se juzgaría confirmación por escrito de aquello que todos sabían y lamentaban; por tanto dio la orden de confiscar el manuscrito para que no fuera a los copistas.

Una tiranía nos impide decidir como ciudadanos y no sabemos actuar como enemigos

Cordo vio así inutilizado su trabajo; no le quedaba otra opción sino callar pero no se resignaba: día y noche maquinaba medios para oponerse a lo ordenado y decidió hacer algo por lo que la prohibición se volviera contra el que la había dictado.

Paseaba por la pieza donde tenía sus papeles cuando llamó en la puerta su mujer, y le rogó:

-¡Por todos los dioses, Aulio! Serénate y come algo, que llevas dos días sin alimentarte-. No bien oyó esto, Cordo intuyó que aquellas palabras le daban la clave de su revancha: se propuso no comer nada hasta que la orden censoria fuese revocada. De su posible muerte por inanición Nerón sería el culpable.

Tomada la decisión, la comunicó a sus amigos y esperó sin comer bocado a que el César se enterase. Pasados tres días, tuvo mareos y le llevaron a la cama. A aquella misma hora le daban la noticia al César, que la oyó indiferente:

-¡Qué gran estúpido! ¿Hasta ese punto ignora que soy yo quien manda en la historia? Yo la escribo y nadie más.

Mientras tanto, Cordo gritaba desde el lecho:

-¡El oprobio de mi muerte caerá sobre su cabeza! Le convierto en asesino por una prohibición tan injusta, y ya nunca tendrá paz en su conciencia.

Los que le oían, recelosos, le objetaban:

-Pero si él bien sabe que por cada orden suya mueren decenas de personas, ¿cómo va a preocuparse por la vida de uno solo?

Los esfuerzos, tanto de familiares como de colegas, para que suspendiera el ayuno eran inútiles pues Cordo no se alarmaba de ir perdiendo fuerzas y no atendía a razones.

Compadecido, un amigo del historiador fue a su casa dispuesto a emplear ciertos argumentos que sospechaba podían salvarle. Pidió quedar a solas con él y habló al que parecía ya inanimado.

-Escucha lo que voy a decirte, Cordo. Los tiranos necesitan imponer el silencio en torno suyo y difunden la muerte de sus oponentes como advertencia para los que le detestan. Con tu ayuno y tu posible muerte favoreces a Nerón: le confirmas como cruel e inflexible por lo cual será más temido y acatado.

Los ojos de Cordo se abrieron y giraron al que así hablaba.

-Por otra parte, si esperas que anule su prohibición preocupado por tu salud, descubres que le consideras sensible y bondadoso. ¿No será que pese a tu odio al dictador le atribuyes tus propias ideas humanitarias?

Estas palabras produjeron cierta reacción en el historiador; se incorporó en el lecho y prestó atención.

-Le obedeces como un fiel servidor; él te manda callar y tú no haces sino lamentarte y ni piensas en unirte a los conjurados que se sabe están planeando derrocarle.

Mucho debió de herirle en su amor propio porque Cordo apretó los labios e hizo un gesto de cólera.

-Y no levantas tu mano contra él porque es igual que tu padre en su despotismo, y quien respeta al padre respeta al tirano.

Al oír esto, el historiador suspiró y balbuceó débilmente:

-Ay, es duro escucharte pero tienes razón. Ahora comprendo mi error. Pero ¿sabes por qué he obrado así? Pues porque en Roma manda un tirano, y una tiranía crea hombres torpes y vacilantes, que son los que la mantienen. Nos impide decidir como ciudadanos y no sabemos actuar como enemigos. Cuanto más le odiamos, más errores cometemos. La pestilencia del déspota a todos contamina.

Y Cordo guardó silencio, reflejando en su rostro macilento la humillación de haber sido un ciudadano ingenuo -los que en una tiranía van derechos al fracaso-, avergonzado de ser el protagonista de la primera huelga de hambre que registra la historia.

FERNANDO VICENTE

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