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Tribuna:PUNTO FINAL | Eurocopa 2004
Tribuna
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¡Liberemos nuestras mentes!

Una cosa es cierta. Es imposible seguir un partido de fútbol sin elegir un bando. Ya en política, la neutralidad más o menos benevolente es una mentira, pero esto es aún más cierto para el deporte. Mucho antes del saque de centro nos convertimos en aficionados y tenemos para nuestro equipo los ojos de Jimena o la ceguera de Edipo. Un deseo de pasión, de identificación y de felicidad que no se reduce a un nacionalismo ridículo. Es un deseo que contrasta con el aburrimiento, la melancolía y el miedo que acechan nuestra vida diaria. Observen a Europa, a la que muchos consideran parada o, por lo menos, indigna de pasión. Observen la desconfianza de la señora o del señor consumidor frente a los predicadores de la reactivación económica. Más vale ahorrar, protegerse, esconderse por miedo a ser humillado y atrapado por un paro presente más que nunca en la realidad de muchos y que adormece sobre todo los sueños más oscuros de la sociedad.

La Eurocopa 2004 se convierte entonces en una ocasión formidable para olvidar las pesadillas cotidianas. Sin embargo, hay que confesarlo, este deseo es agotador. Durante un tiempo huimos de la realidad que se nos escapa para encontrarnos en un mundo imaginario que conocemos perfectamente, pero que no dominamos. ¡Qué éxtasis para el aficionado alemán que vuelve a descubrir de pronto un Mannschaft a su imagen y semejanza: combativo, sólido, que no le tiene miedo a nadie! Se expande, el bienestar es palpable, el futuro se anuncia luminoso. Por suerte o por desgracia, un partido nunca se parece a otro. Sobre el papel, sabemos que Francia, Inglaterra, Italia, España, Portugal y Alemania pueden y deben encontrarse en la final. He dicho bien: sobre el papel. Pero resulta que, al contrario de lo que ocurre en las gradas, en el terreno no basta con soñar.

Hay que tener, es preciso decirlo, los pies en la tierra. Sin embargo, también allí todo ocurre en la cabeza. Tomemos el ejemplo de un futbolista excepcional: el italiano Francesco Totti, ídolo de hombres y mujeres que llegan incluso a emitir un juicio estético en deporte. Con su equipo siempre se le tuercen las cosas. Humillado por esos saltimbanquis llegados del norte de Europa que le dan una lección de fútbol, pierde la cabeza, muestra una de las caras más detestables de su carácter y pone en marcha su instinto incendiario para escupir a la cara de un jugador danés.

Gesto despreciable e indefendible. ¿Pero por qué esta pérdida del control de sí mismo? Porque nuestros sueños de aficionados, alimentados por los medios de comunicación, se vuelven cada vez más voraces. Nosotros nos creamos ídolos que se convierten en objetos fetiche hacia los que proyectamos todos nuestros fantasmas.

Fantasmas alemanes que sueñan con virtudes de trabajo alimentadas por una pizca de genio, a ser posible latino; fantasmas franceses de identificación con el artista, aunque sea magrebí, capaz de imaginarse riguroso; fantasma italiano de la organización del juego y de la defensa ultrapoderosa. Todos los tópicos de los caracteres nacionales pueden venir a la mente. No, no y mil veces no. Yo abogo por el derecho a la locura y al delirio.

Que los ingleses olviden el desembarco de las Maldivas o Irak y estallen como los Rolling Stones. Nada de satisfacción sin juego sacando su inspiración de los ritmos del rock. Que los alemanes olviden el Weltschmerz ligado a las dificultades de la reunificación alemana y estallen aceptando, por poco que sea, el romanticismo del alma alemana que se despliega sobre un campo. Que los italianos unan la locura grandilocuente y a veces sorprendente de Berlusconi al sabor del Chianti y el espíritu de solidaridad del antifascismo. Que los checos se sumerjan en el delirio de la absenta para arrebatar sus partidos. Que el juego francés, por último, se libere de la arrogancia de los más fuertes. Volver a poner la imaginación en el poder es aceptar de una vez por todas que está prohibido prohibir jugar a los jugadores.

Se lo aseguro, todo está en la mente. Para nosotros, los aficionados, y para ellos, esos lujosos irregulares del espectáculo. Todos nosotros somos sadomasoquistas que buscan a la vez el placer de la victoria y saben que la desgracia de la derrota siempre asoma la nariz.

Daniel Cohn-Bendit es diputado del Partido Verde Europeo y publica sus artículos en Le Monde.

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