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Un episodio del pasado

Félix de Azúa

Leyendo la novela de Jordi Ibáñez Una vida al carrer, de repente se me vino a la memoria un recuerdo trivial y sin embargo inquietante. Recordé que cuando cursaba el bachillerato en La Salle Bonanova con los Hermanos de la Doctrina Cristiana (estos grupos suenan hoy vagamente islámicos), llegaba un día, un par de meses antes de la Semana Santa si no me equivoco, en que los frailes nos vendían ciertos papeles grandes y espesos de escritura llamados "Bulas". Aquellos papeles (de los que por desdicha no he guardado ningún ejemplar y no puedo transcribir su contenido) autorizaban a comer carne durante el periodo de la Cuaresma gracias a un beneficio de la Santa Sede romana. Las Bulas no eran personales (quizás las había y a lo mejor eran algo más baratas), sino familiares. El alumno que compraba una Bula cubría a toda la familia, aunque ignoro si el poder de la Bula se extendía a la totalidad del hogar, esto es, hasta el servicio doméstico o los invitados, si los hubiere, y a otros elementos de la parentela, un tío soltero, una abuela, que vivieran bajo distinto techo. Hasta dónde llegaba el poder magnético de la Bula es algo que sin duda deben conocer los historiadores de la religión. Ahora voy a repetir este recuerdo, ordenado de otro modo.

Durante muchos años, quizás decenios, los religiosos y el clero católico en general (ya que las Bulas debían comprarse en la parroquia y Dios sabe en qué otras y curiosas expendedurías) vendían unos papeles mediante los cuales la gente, o mejor dicho aquella gente que solía comprar carne, podía comerla durante la Cuaresma sin por ello cometer pecado mortal. Veo ahora con toda claridad a uno de aquellos frailucos de La Salle preguntando en clase con un tono de voz compungido, angustiado, pero también amenazante, si ya todo el alumnado había comprado la Bula. Compungido, sin duda, porque buena parte de la población iba a cometer gravísimos pecados por la simpleza de no comprar una Bula, cuyo precio, aunque elevado, estaba al alcance de cualquiera. Angustiado, porque amaba a sus discípulos y divisaba la posibilidad de que, por mera distracción o dejadez, justo antes de comprar la Bula comiéramos cualquier bobada, una loncha de jamón por ejemplo, y quedáramos en pecado mortal, lo que, de sobrevenir una muerte súbita, se pagaba con el Infierno durante toda la eternidad. Amenazante también, dado que nuestra insensatez podía conducir al pecado y la condenación a una familia entera (y me pregunto si también al servicio y a los invitados) en el caso de que los de cocina incluyeran algo de picadillo en el caldo sin antes haber comprado la Bula. Con una Bula se salvaban decenas de almas carnívoras, era un disparate no comprarla.

¿Cuántos millones de Bulas se vendieron? ¿Qué se hizo de aquellos capitales? ¡Lástima de historiadores! ¿Era práctica común en el mundo entero, sólo en España, quizás sólo en Cataluña, o también en la República Argentina de Perón y en Irlanda? En fin, no importa, ¡qué tremendo episodio de alucinación colectiva y creencias mágicas entre gente supuestamente racional! Las élites. Los mejores.

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Ahora, pasados ya tantos años, comprendemos que una tan completa corrupción, tan invisible, tan asumida, sólo fue posible en una sociedad enferma y perturbada, caída en la regresión infantil y la tutela de los nigromantes. Como ya no tiene remedio, tendemos a creer que aquel abuso de la credulidad fue algo excepcional que sólo podría ahora tener lugar en países reducidos al raquitismo intelectual. Algo que sólo subsiste en naciones estrafalarias, en países dominados por élites chifladas, como las que mandan en tantas repúblicas africanas y cuyos presidentes posan ante la prensa con gafas de sol, empuñando ametralladoras. Creemos haber avanzado mucho desde entonces, que España ya no es aquel maloliente cuartel administrado por codiciosos curas y frailes, en el que la religión católica era una herramienta imprescindible para la jibarización de las almas, la atrofia espiritual, el delirio de la mente.

Sin embargo, en un informe publicado por EL PAÍS (8-5-04) se decía que los sucesivos gobiernos nacionalistas de Jordi Pujol habían pagado (con el dinero de los contribuyentes) miles de millones de pesetas a diversos medios de comunicación. Por ejemplo, sólo en el año 2003 le dieron dos mil millones de pesetas al grupo La Vanguardia, propiedad de la familia Godó, o trescientos millones al Avui, que nadie sabe quién lo posee. Venían en el informe muchos otros pagos que cubrían la casi totalidad de los medios catalanes. Ninguno de ellos publicó el informe, como es de suponer. Ahora voy a repetir todo lo anterior, pero en otro orden.

Durante años, seguramente durante decenios, los catalanes se han visto obligados a comprar una Bula expendida por los nacionalistas, la cual autorizaba la lectura de La Vanguardia, del Avui, y de otros medios de comunicación catalanes, sin peligro de pecado. Es decir, con la información adecuada para un ciudadano catalán modélico, piadoso con los intereses nacionales y cuidadoso de su diferencia y de su identidad. Gracias al celo de los nacionalistas (y mediante el pago de una considerable cantidad), los catalanes se han ahorrado la lectura de textos impíos, heréticos o desviados, no sólo durante la Cuaresma, sino durante el año entero y a lo largo de un cuarto de siglo. A esta simonía secular se la llamaba "el oasis catalán", y absolutamente todo el mundo la conocía.

Sin embargo, este episodio de superstición política y cretinismo moral, como el de las Bulas de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, no ha despertado inquietud entre la población, ni entre los periodistas afectados por la compraventa y sospechosos de hundir sus trompas en los bebederos para reptiles, ni entre los políticos, los cuales sólo disputan acerca de la autoría de otro informe salido de las covachuelas de la Generalitat (un grotesco papel escrito en lenguaje leninista-independentista por alguna criatura que cree en "la visión catalana del mundo"), pero no han dicho ni pío sobre la enorme suma de dinero empleada por los nacionalistas en evitar el pecado de la información.

El nuevo Gobierno ha prometido (ya es algo) reducir las Bulas, pero nadie ha exigido explicaciones o responsabilidades por el despilfarro nacionalista, a todo el mundo le ha parecido un asunto de lo más normal, lo que se puede esperar de los políticos, lo que se estila en todas partes, lo que hizo Aznar y ahora también harán éstos, y luego los que vengan después, y así sucesivamente. En fin, lo que manda la Iglesia, contra la cual nadie levanta un dedo sin que le corten el brazo.

De manera que la salud mental y el juicio moral siguen, más o menos, como en tiempos de Franco. Sin sotanas, eso sí.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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