Caramelo apocalipsis
Parecía insuperable la (es un decir) hazaña del alemán Roland Emmerich al frente de los ejercitos -obviamente, salvadores del mundo- de Estados Unidos en la necia Independence day, donde no dejó ni un bicho marciano vivo después del repaso que dieron a sus toscas naves los sutiles avioncitos danzarines gringos. Pero Emmerich se ha superado en El día de mañana -título con eco evocador de melodrama, tango o bolero-, que se alimenta de la plástica de otro colosal cataclismo, una súbita era glaciar, una repentina congelación del planeta, que deja a Nueva York, ombligo del universo, convertido en escaparate de sorbetes de caramelo, vainilla y apocalipsis. Dentro, nada. O, si se quiere, endureciendo el giro, la nada.
EL DÍA DE MAÑANA
Dirección: Roland Emmerich. Intérpretes: Dennis Quaid, Jake Gyllenhaal, Emmy Rossum y Dash Mihok, Sela Ward, Austin Nichols, Arjay Smith. Género: Drama / aventura, EE UU, 2004. Duración: 124 minutos.
Si hace unos, muy pocos, años fue Independence day el no-va-más de los alardes de efectos especiales informáticos aplicados al género, o subgénero, llamado de catástrofes -que alcanzó en los años setenta y ochenta una especie de edad dorada que preludia la actual y estomagante epidemia hollywoodense de efectos visuales metidos en la carrera de un circense e indigerible más-difícil-todavía- El día de mañana es confluencia, o cruce, de ese género, o subgénero, y la moral del truquerío visual, cuyos resultados alcanzan aquí un acabamiento que deja a los efectitos de Independence day convertidos en arqueología.
Emmerich se esfuerza por dar dignidad operística a estos juegos de imagen y consigue alguna resonancia visual noble y digna. Pero estos logros tienen más de visión fugaz que de rasgo medular, pues la película -víctima mortal de un guión plagado de situaciones archiprevisibles y lleno de muñecos con aspecto de personajes- es un conjunto completamente hueco de brillantes y aceleradas estampitas arrancadas con ingenio plástico -hay imágenes iniciales bien hechas e inquietantes- de la catástrofe y sus truculentas consecuencias, cuya eficacia dura lo que dura el filme, y una vez acabado éste se van borrando y entran en rampa de olvido, a la espera de que las devore del todo la siguiente entrega hollywoodense del más-difícil-todavía, que en un par de años las convertirá en efecto muerto, en chatarra informática.
Baste recordar que una sola (genial y terrible) imagen de Nueva York sumergida en la primera El planeta de los
simios, la de Franklin Schaffner, es más viva, emocionante y poderosa en la representación de la muerte de la ciudad que las mil estampitas de este nuevo alarde de Emmerich.