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JOSÉ BELLO | Presidente de honor de la Residencia de Estudiantes

"Yo, como Giner de los Ríos, cada día más liberal y con la camisa más limpia"

Jesús Ruiz Mantilla

Nació un día después que Salvador Dalí, el 13 de mayo de 1904. Lo que pasa es que José Bello, el mítico Pepín, amigo íntimo de Lorca, Buñuel y el pintor, el trío de oro de la edad de plata, con quienes convivió en la Residencia de Estudiantes de Madrid en los años veinte, va a colgarse la medalla del jolgorio de su centenario en vida y en la calle, a la que sale a diario vestido con traje y corbata, sonriente, repeinado y con bigote blanco, a explicar el milagro de su longevidad, que le ha permitido ser empresario, agitador, introductor del surrealismo en España, inspirador de Un perro andaluz, amigo de toda la Generación del 27 sin dejar de tener trato con los del 98... Y más cosas.

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Quizá haber llegado a los 100 tenga que ver con su aversión al perejil, su gusto por las croquetas, su vicio por las tertulias en torno a la mesa, que todavía pueden empalmar la comida con la cena, o con haber dejado de fumar a tiempo: "Me quité cuando prohibieron hacerlo en los aviones, entonces tenía yo 76 años o así", dice. Seguro que también influye el alimento espiritual y su amor a la música de Wagner: "A mí las óperas de Wagner me resultan cortas", cuenta. Incluso la última que ha visto en el Teatro Real, El ocaso de los dioses, cinco horas y media que don José aguantó en una butaca hace dos meses sin inmutarse, aunque un tanto molesto por el montaje: "Es difícil creérselo con tíos vestidos con mono y chaqué", critica.

Pero también debe su limpieza de ideas centenaria a que ha seguido a rajatabla los preceptos de sus clásicos, guiado siempre por la senda del epicureísmo griego y fiel a su gran inspirador, Francisco Giner de los Ríos, creador de la Institución Libre de Enseñanza: "Yo, como decía él, cada día más liberal y con la camisa más limpia", recomienda don José. "Don Francisco fue fundamental para España, porque la metió en la bañera", cuenta. Había que despegarle las ronchas oscurantistas con estropajo y para eso creó un movimiento educativo, laico, moderno y radicalmente enfrentado a las sotanas y a la roña cavernaria.

Está sentado en el salón de actos de la Residencia, donde está más a gusto que en su casa, y echa la tarde dando tres entrevistas, recordando su vida sin tendencia a magnificar ni a contar batallitas, huyendo de la pomposidad y exhibiendo el milagro de su memoria portentosa, aunque la desprecie en el sentido literario: "¿Mis memorias? Las escribí, pero las rompí porque me parecieron espantosas, nada interesantes", dice sin miedo al chasco que produce en sus interlocutores.

Pasear por la Residencia con Bello es un recorrido sideral por el tiempo de un país que brilló, una sesión de historia de primera mano que asombra. Por allí intimó, además de con el trío, con Alberti, con Aleixandre, con Dámaso Alonso, con Cernuda; vio desfilar a Einstein, a madame Curie, a H. G. Wells, a Juan Ramón Jiménez, a Baroja, a Azorín, a Unamuno. Les da una dimensión tan cercana, tan alejada de los libros de texto y de las citas de los sabios, que con dos pinceladas les baja al nivel terrenal y se le presentan a uno por ahí, danzando, en carne y hueso. "Don Miguel de Unamuno venía mucho por aquí. Le preguntábamos al administrador: '¿Qué, Lizcano, otra vez está por aquí don Miguel?', y nos respondía: 'Claro, como no paga'. No era muy simpático". Baroja, pese a la fama de eremita, era otra cosa. "Era un hombre muy confortable y muy amable", recuerda Bello. De los Machado recuerda mejor a Manuel: "Era un gran poeta, muy simpático, muy señor y muy gracioso, justo lo que no tenía don Antonio", dice.

Juan Ramón "era enorme", dice, aunque tenía sus requiebros y sus dobleces. "Siempre iba impecable y si se interesaban por Zenobia Camprubí, su mujer, que se dedicaba a alquilar casas, respondía: 'Ahí está, con sus pisos', quitándole importancia, ¡y vivían de eso!". Luego, era muy amigo de la displicencia: "Cuando le preguntábamos si había leído a fulano o a mengano, muchas veces respondía: 'No, no tengo salud".

También ha visto desfilar por la Residencia a muchos políticos. "A Azaña, que venía mucho. Él era más bien agrio, por eso los jóvenes que le apoyábamos apreciábamos mucho algunas de sus muestras de amabilidad", asegura. Y al dictador Primo de Rivera. "Llegó un día con el coche para comprobar si esto era de verdad el nido de radicales que le aconsejaban cerrar, pero ni entró en el edificio. Habló con don Alberto Jiménez Fraud, el director, y le dijo: 'Pongan una bandera'. Con eso se resolvió".

Sus amigos son capítulo aparte. Cuando recuerda a García Lorca se le enciende el rostro y le brillan los ojos casi ínfimos, para los que todavía no necesita gafas ni para ver de cerca: "Federico era simpatiquísimo. Un auténtico seductor con un talento fuera de lo normal, estaba lleno de virtudes". Dalí, en cambio, era retraído, incapaz de desenvolverse: "Le teníamos que hacer todo, no sabía escribir, ni sacar los billetes del tranvía, desconocía el valor del dinero y las cosas; ahora, Agustín Sánchez Vidal dice que era casi tan buen escritor como pintor, lo será de concepto, pero, faltas de ortografía, todas", comenta.

De Buñuel conserva recuerdos de correrías y otras cosas: "Era muy machista y muy mentiroso. Sus memorias me gustaron, pero también las de su mujer, que se titulaban La mujer sin piano, porque él lo vendió para que no lo tocara. También me contó ella que había pensado llamarlas La cocinera de Buñuel, pero no se atrevió", dice. Con el cineasta fundó la Orden de Toledo, visitó bares y burdeles -"para esto último, con Federico y Dalí, no podíamos contar", puntualiza- y se envenenó de una manera surrealista de enfrentarse al mundo que llevaron al máximo los cuatro con Los putrefactos.

Fue su época de gloria, luego salió de la Residencia y tuvo que ganarse la vida. Trabajó en la Expo de Sevilla..., pero en la del año 29; se hizo empresario peletero, montó el primer motocine de España en Barajas, pasó la guerra mal, "preocupadísimo, amenazadísimo, hambriento, helado y con mucho miedo"; la posguerra, en Burgos; el franquismo, como pudo, "aquello no se terminaba nunca", rememora con perspectiva de eternidades negras, y revivió cuando se reabrió la Residencia en 1986, de la que es presidente de honor y alma presente.

La vida le enseñó su cara negra, pero él siempre buscó la luz de la modernidad. El surrealismo le ayudó a vivir siempre, nunca huyo de él y su sobrino Severino -Bello no tiene hijos ni se casó nunca- le sigue el juego hoy cuando le anima a contar sus historias no escritas e inventadas por géneros, como la de Taf Taf, un hombre verde que llega en verano de África; el relato porno del Rajá de Ranchipur, con sus esclavos que cargan con el miembro al hombro y que, según Bello, "sería ideal en dibujos animados", o las aventuras del General Picalimas, que fascina a toda su familia y que empieza así: "El General Picalimas tiene 94 años y vive cerca del Manzanares. Se levanta todos los días, abre la puerta y sale en braguillas a la calle. Despierta a Moños, su criado, que duerme en la puerta, para que llame a su caballo, a lomos del que cabalgará hasta el río para darse un chapuzón en el agua helada. Luego, desayuna un bocadillo de guindillas con ron caliente, agarra su sable con el que frena las balas de sus enemigos y sale a hacer el bien...".

José Bello, el miércoles, en la Residencia de Estudiantes.
José Bello, el miércoles, en la Residencia de Estudiantes.LUIS MAGÁN
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Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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