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Columna
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Lenguas

Como un coleccionista de insectos minúsculos, se acostumbró a recoger retazos de frases captadas al vuelo en la calle, en el bar, en la tienda o en el supermercado. Le entrenó a aguzar el oído su vieja simpatía por la causa del idioma propio, una variante del catalán que pugna por recuperar un estatus de normalidad oficial, pero cuya visibilidad social resulta anecdótica para el hispanohablante hegemónico, marcado por esa indiferencia inconmovible de los monolingües hacia lo distinto y lo minoritario. Es como un ejercicio íntimo de autoafirmación. Aquí una pareja que habla valenciano con sus hijos, allí el camarero o la dependienta, que responden en el lenguaje de sus clientes, allí un cartel o un rótulo... Le gusta viajar en metro porque permite observar a gente de toda condición, joven y vieja, triste y alegre, estridente y discreta, que lee un libro mientras va hacia el trabajo, se ensimisma u hojea distraídamente algún periódico, que se expresa en castellano, en valenciano, en francés, en inglés, en alemán, en árabe... En un vagón del metropolitano descubrió que hay grupos de chicos y chicas que se relacionan indiferentemente unos con otros en catalán y en castellano. También allí, en uno de esos andenes atestados, le sorprendió la pregunta lanzada por un joven de piel negra con toda naturalidad en voz alta: "Heu trucat a casa seua?". Fue una reacción estúpida, pero aquello le hizo abrir un álbum en su imaginaria tarea de entomólogo. Pudo añadir rasgos asiáticos, magrebíes y marcadamente indios, siempre jóvenes, al nuevo apartado en su práctica de sociolingüística amateur completamente personal e inútil. O eso creía él. Hasta que un día comentó el asunto con varios amigos. "¿No te has dado cuenta de que los inmigrantes sólo pueden llevar a sus hijos a la escuela pública y es allí donde la enseñanza en valenciano ha ganado un espacio?", le apuntó una maestra. "En el metro oigo hablar con cierta frecuencia en quechua y en bereber. El otro día me pareció escuchar una charla en lengua aimara", le confesó un filólogo con una excitación nada disimulada. Desde entonces tiene la sensación de que en los autobuses, los trenes y los tranvías, la ciudad prepara una fórmula química que cambiará el futuro.

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