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Columna
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El agujero normando

Vicente Molina Foix

Para superar la resaca de estas fiestas, licores fuertes. Un trou normand navideño, motivado por una obra de Julio Camba (al que ahora se reedita con honores) que yo tenía por casa, heredada de mi padre, muy cambista en su juventud. El libro que me puse a degustar tras una cena de Reyes sin regalos es La casa de Lúpulo o el arte de comer, curiosa mezcolanza de recetario gastronómico, manual de etiqueta de mesa y relato anecdótico sobre la gula y los alcoholes. El legendario agujero normando lo define Camba como "una tregua que se establece a mitad de la comida para beber aguardiente", explicando también que la bebida de origen normando utilizada para dicho alto, el calvados, deriva su nombre del de un navío español, el Salvador, uno de los de nuestra muy vencida Armada Invencible naufragado frente a las playas de Trouville.

No soy un gran bebedor, pero tengo debilidad por los aguardientes, y, como también me considero un viajero vocacional, he imaginado a veces lo maravilloso de viajar por el mundo siguiendo la geografía de sus destilados, que yo prefiero secos y blancos, de una graduación no superior a los 43, siempre enfriados y bebidos después del postre, desafiando en eso el auténtico trou normand, que los franceses canónicos recomiendan tomar después de un entrante fuerte y antes del plato de carne.

Mi viaje ideal podría comenzar en Madrid, no sólo por cuestión de empadronamiento. Que yo sepa (no paso de ser un licorero amateur), nuestra región produce de manera industrial dos licores aguardentosos genuinos, el famoso anisado de Chinchón (bebida idónea, según Álvaro Cunqueiro, "para picadores de toros") y un gustoso licor de madroño elaborado ni más ni menos que en Fuenlabrada por una simpáticamente llamada Sociedad Madrileña de Licores. El fabricante de esa botella que tengo en mi nevera sitúa en los años cuarenta el renacimiento -en Lavapiés- de este ancestral elixir, definido en la etiqueta adjunta como "genuino licor de la Villa y Corte". No se ven demasiados madroños por donde yo vivo, pero tampoco abundan los osos (ni hay aún, en mi conocimiento, licor extraído del plantígrado).

La moda del chupito ha regenerado, en cualquier caso, la cultura del aguardiente en nuestro país, donde hace no mucho resultaba imposible acabar la comida en restaurantes de clase media con un licor que no fuese el sólito anisete, el málaga dulce, el moscatel o, como gran alarde, el aroma de montserrat. Por esa moda, o por nuestro belonging europeo, ahora resulta fácil encontrar en casas de comida y tiendas del ramo buenas grappas italianas, marcs de Champagne (aunque los de cava catalán, de menos precio, son excelentes), pera Williams con su pera dentro, una variedad, sin embargo, que rara vez alcanza la que el magnífico restaurante madrileño Extremadura propone a sus clientes, un impagable derroche de aguardientes y licores caseros, entre los que destaca el de lagarto (que yo, por prevención, no consumo). Viajar por las tierras de la Vera, donde en muchas casas de pueblo se siguen vendiendo con más o menos disimulo buenos aguardientes de cereza o frambuesa, recuerda que la región del valle del Jerte puede hoy competir en calidad con los maravillosos orujos gallegos.

Termino mi pequeño circuito alcohólico con dos aguardientes reales y uno de ficción. Los tres son raros, y los tres memorables. El boukha (pronunciado "buja") es un destilado de higos fabricado en Túnez y conocido en todo el Magreb; en Madrid se encuentra en algunos restaurantes árabes y en las vitrinas del estupendo bar Del Diego, tan frecuentado por artistas (que siempre han sabido beber). Un descubrimiento reciente también procede del higo chumbo, pero llega desde Alhama de Almería, donde se elabora artesanalmente un exquisito licor de 23 grados, Opuntia, que debería ser mucho más conocido. El último de los tres no lo he probado nunca, pero su regusto me acompaña desde que lo descubrí en las páginas de Volverás a Región, ya que se trata de la castillaza, el rudo brebaje -a medias entre la cazalla y el alcohol de quemar- que Juan Benet inventó para que lo bebieran sus más hiperbóreos personajes de Región.

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