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COPAS Y BASTOS
Columna
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El Año Ruyra

Si el año 2002 fue el Año Verdaguer, el año del centenario de la muerte de mosén Cinto, el año 2003, que acabamos de despedir, ha sido, entre muchas otras cosas, el año Ruyra, el año de la publicación de Marines i boscatges, del escritor gerundense Joaquim Ruyra, el príncipe de la moderna prosa catalana. Un año que todavía colea, como viene a demostrarlo el espectáculo Un ram de mar. L'univers de Joaquim Ruyra a escena (con dramaturgia de Carles Batlle y Pep Paré y dirección de Joan Castells), que se anuncia en el Teatre Nacional de Catalunya para los próximos días 9, 10 y 11 de enero.

A Joaquim Ruyra le conocí en Blanes en el año 1958. Por favor, no vayan a creer que le conocí personalmente, del mismo modo que jamás cené con Casanova en Les Set Portes o bailé con Josephine Baker en el Buena Sombra. Cuando digo que le conocí, me refiero a que supe de su existencia, porque conocerle, lo que se dice conocerle, es decir leerle y disfrutar con su lectura, eso vino más tarde. Lo dicho; a Ruyra le conocí en Blanes en 1958 con motivo del centenario de su nacimiento, cuando Ruyra llevaba ya 19 años difunto.

A la sazón contaba yo 20 añitos y era el segundo verano que pasaba en Blanes con mis padres. A los 20 años yo tenía ya una cierta idea de la literatura catalana, una idea un tanto pintoresca, es decir, con notables lagunas, y una de esas lagunas era Ruyra. Conocía bastante bien a Verdaguer, pero no había abierto todavía el volumen de las Obres completes de Ruyra, editado por Selecta, que figuraba en la biblioteca paterna. ¿Por qué? Pues supongo que fue debido a que cuando tenía 12 o 13 años y le pregunté a mi padre por la prosa catalana, éste me ofreció un libro de Pla y no de Ruyra. Y aparte de mi padre y de los amigos de mi padre, como el bueno de Maurici Serrahima, yo no tenía con quién hablar de literatura catalana, nadie que me descubriese un autor (el primer chico, algo mayor que yo, con quien por aquellos años hablé de la literatura catalana fue Jaume Lorés, muerto hace poco).

Pues bien, en 1958 Blanes se disponía a celebrar el centenario del nacimiento de Ruyra (un escritor que yo creía que era hijo de Blanes, pero que en realidad era hijo de Girona, si bien su vida -y su hacienda- se hallaba muy vinculada a Blanes y se le consideraba hijo de la villa). Se iba a colocar una estatua, de Rebull, en el Paseo, frente al mar, y mi padre iba a leer unos versos el día de la inauguración. Aquel mes de septiembre, la revista blanense Recull había publicado un número dedicado al centenario en el que, entre otras golosinas, pude leer unas líneas que firmaba un señor llamado Narciso Bibiloni y que decían así: "En esta época de literatura morbosa, la difusión de la obra literaria de Ruyra constituiría una verdadera ráfaga de aire puro, que contribuiría a lograr entre las generaciones nuevas un clima educativo y de revalorización de los factores morales de la vida...". Sólo faltaban las líneas del señor Bibiloni, invitándonos a "llevar una vida juvenil acorde con los principios cristianos", para que se me quitasen las ganas de curiosear en los escritos del mestre Ruyra. Hay que tener en cuenta que aquel año de 1958 mi padre guardaba bajo llave en su escritorio (para que no estuviesen a mi alcance) las obras de Genet y los amigotes nos pasábamos la Lolita de Nabokov, que escandalizaba a mi padre.

Así que en 1958, gracias al señor Bibiloni (y a algún que otro contertulio de mi padre, como Vicenç Coma i Solei, padre de mi buen amigo Javier Coma, otro de los lectores de Lolita y de un montón de obscenidades), descubrí la vertiente "evangelizadora" y "edificante" de la obra de Ruyra, la cual asocié con la imagen pintoresca que de él nos legara Joan Junceda: un viejo con barba y cabellos desaliñados, cubiertos con un canotier y fumando un caliquenyo. Una imagen muy poco seductora para aquellos veranos en que lo que primaba eran las primeras muchachas suecas, la música de Los Platters y el cubalibre.

Tuvieron que pasar algunos años hasta que conocí realmente a Ruyra. Fue en París, gracias a una muchacha de Lloret que me pasó un ejemplar de Pinya de Rosa (en realidad, una edición ampliada de Marines i boscatges). Y fue entonces cuando descubrí (¿redescubrí?) toda la belleza de aquel paisaje veraniego de Blanes: la mar calma, las rocas de la playa de Sant Francesc, donde Ruyra iba a pescar con su caña y desde donde yo me zambullía en las tórridas tardes de agosto, y los nombres de los peces y los gritos en la subasta del pescado. El catalán de Ruyra -y de Blanes- entró con fuerza por la ventana de mi diminuto apartamento de la plaza des Abbesses y durante unos días de niebla y de nieve lo iluminó y lo llenó de calor. Ya nunca más olvidaría a Ruyra. El Ruyra narrador, que Pla compara, a escala catalana, con el gigante Tolstói; el Ruyra del llenguatge "pur i viu" del que habla Maurici Serrahima en su espléndido libro Dotze mestres; el Ruyra que el próximo viernes iré a escuchar -Ruyra gana, si cabe, leído en voz alta- en el TNC. Y me acordaré de aquel septiembre de 1958, en Blanes, y de lo pocasolta que puede llegar a ser una criatura de 20 años.

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