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Columna
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Elogio de la ambigüedad

En pocos meses han muerto tres grandes personalidades literarias: Terenci Moix, Manuel Vázquez Montalbán y Joan Perucho. Cada uno de ellos representa, al margen de sus méritos literarios, un tipo distinto de hombre de letras. Terenci representa el escritor vitalista que se desnuda gozosamente en público. Vázquez Montalbán, el escritor políticamente comprometido. Siguiendo la recomendación que Marx daba a los filósofos, no se conformó con interpretar el mundo: quiso cambiarlo. Se comprometió con la democracia y el comunismo. Después de la caída del muro, por decepción, por hastío o por cambio de agujas personal, muchos escritores célebres abandonaron el barco desarbolado del progresismo. Montalbán siguió a bordo. Como contó a Josep Ramoneda, más que a una ideología, quería ser fiel a los esforzados militantes que, contra viento y marea, seguían allí.

Perucho no encajó en las depuradas patrias que los nacionalistas de base romántica han intentado imponer: sea en España, sea en Cataluña

Joan Perucho respondía al modelo del escritor encerrado en una torre de marfil. Sin necesidad de expresarlo con el furor de Flaubert (que asociaba el mundo "a las olas de mierda" chocando contra su torre blanca), Perucho creó un lugar mágico y erudito en el que habitó como un personaje más de sus libros, al margen de las arrugas sociales y de los conflictos políticos. Los escritores que han vivido una experiencia traumática raramente la olvidan y, con frecuencia, la convierten en el eje principal de sus escritos. Nuestro autor, en cambio, apenas habló de su vivencia dramática: en las trincheras de la guerra civil siendo apenas un adolescente. Huyendo, a lo mejor, de esta inefable experiencia, Perucho destiló un mundo refinado y culto en el que se mezclan las exquisitas antigüedades y un agudo sentido de la modernidad. Un mundo en el que pasado y presente se funden, humorismo y lirismo se entrelazan, la realidad se abraza a la ficción. En este mundo de verdad equívoca y de lúcida falsedad vivió Perucho, esquivando el recuerdo de la guerra, perfumando los años grises de la posguerra, aislándose en el Mediterráneo medieval durante los fragorosos años del franquismo industrial o viajando junto a un vampiro por la Cataluña romántica mientras las nuevas generaciones, no menos románticas, suspiraban ante la puerta de la libertad. Cuando con más pasión que razón, al morir el general, todos se abrazaban a las ideologías fuertes, Perucho se perdía en el visigótico concilio de Toledo y disputaba sobre la herejía del arrianismo de la mano de un caballero bizantino.

En este espacio literario lleno de rarezas, salón de antigüedades y, a la vez, galería vanguardista, habitó Joan Perucho: amable, ambiguo, risueño y sabio. Deambulaba por los pasillos de la fantasía con la misma inteligencia irónica y con la misma percepción relativa de la verdad que su personaje más redondo: Antoni de Montpalau, un naturalista ilustrado del siglo XIX que, en el contexto de las guerras carlistas, se convierte en cazador del vampiro Onofre de Dip, no con las armas de la ciencia ilustrada, sino gracias a los viejos conjuros religiosos y a un puñado de ajos.

Robert Saladrigas ha recordado que Joan Perucho fue expulsado, por evasivo, del templo literario catalán en los realistas sesenta y setenta. Tengo un horrible recuerdo personal de aquella exclusión. Yo era en aquel entonces un estudiante completamente tonto, adoctrinado, sin una pizca de sentido crítico. En un curso de novela catalana, escogí (o me tocó en suerte) estudiar Les històries naturals. Me gustó tanto que releí este libro muchas veces. En paralelo, devoré literatura de fantasmas, vampiros y aparecidos. Tuve noticia de la novela gótica, del satanismo francés, de la ghost story, de los mitos de Cthulhu. Hasta que descubrí la sonrisa irónica y melancólica de Alvaro Cunqueiro y entendí la amable sonrisa de Perucho, más sutil, brillante y amena que todos los muertos vivientes con que me había empachado. Pocos momentos recuerdo de estudio tan gozosos como durante el tiempo que tardé en entender el ambiguo juego de Perucho. Y sin embargo, en la conclusión de mi trabajo, lo condené. En nombre del marxismo de regadío (¡leímos todos, profesores y alumnos, tan deficientemente a Lukács!) lo condené al infierno de los evasivos y los frívolos. Y el profesor me premió por ello. Como decía Lope y recordó Alberti, "yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos". Tardé algunos años en descubrir que lo que me gustaba era precisamente lo que había condenado. Aquel doctrinarismo marxistoide y progre quedó en nada y acabó refugiándose en el templo de la patria, en el que está prohibida toda ambigüedad, pues la fe no admite matices.

La extraña manera de confundir los géneros desazonaba a los críticos, que no sabían si Perucho era poeta, narrador o diletante. En realidad, Perucho se avanzó a su tiempo. La ironía y la levedad que fundamentan sus obras son expresión de una precoz modernidad Y la confusión de los géneros está de rabiosa moda. Perucho se elevó por encima de sus contemporáneos y no fue apreciado como merecía. Su origen familiar, de padre catalán y madre castellana, le hacían sentirse portavoz de ambas culturas, pero ninguna de las dos llegó a considerarlo verdaderamente suyo. El reconocimiento le llegó tarde, demasiado tarde, gracias al tesón del crítico Julià Guillamon y, en parte, al sorprendente empujón de Harold Bloom, gran mandarín de la literatura occidental. Perucho no encajó en los compartimentos que profesores y periodistas dibujan para empaquetar la literatura. Tampoco encajó en las depuradas patrias que los nacionalistas de base romántica han intentado en vano imponer: sea en España, sea en Cataluña. El ambiguo Perucho ha muerto en plena efervescencia electoral. Y me gustaría deducir de su posición una pequeña moraleja política. Hagamos que por fin los sentimientos de doble pertenencia, mayoritarios en la sociedad, fructifiquen en la Cataluña política. Después de estos años de desencuentro entre lo español y lo catalán, empieza a ser hora de ensayar otro camino. Démonos la oportunidad de ensayar la vía del reconocimiento mutuo, de la simpatía deferente, de las amables concesiones. Ya hemos comprobado lo que dan de sí la antipatía y el mercadeo. En este camino nuevo, cuando menos, los Perucho no estarán de sobra.

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