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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cautiverio en Tasmania

Presentar un libro como si fuera un manuscrito ajeno que el autor ha encontrado por casualidad forma parte de un repertorio ya clásico de lugares comunes de la literatura. El Quijote, no lo olvidemos, habría sido escrito por un sabio musulmán llamado Sidi Hamete y no por Cervantes, que se habría limitado a encargar su traducción. También El libro de los peces de William Gould se adscribe a esa tradición, y no parece casual que el autor del hallazgo se llame Sid Hammet: sin duda, lo que Richard Flanagan pretende indicarnos con ese guiño es la naturaleza cervantina de su novela. Flanagan es un novelista australiano y, como tal, su idea de lo cervantino se nos presenta tamizada por la recepción que el Quijote tuvo entre los escritores en su idioma: ¿hay que recordar la influencia que ejerció en novelistas como Laurence Sterne o Henry Fielding, autor éste de un Don Quijote en Inglaterra? Más que la del propio Cervantes, es la huella de estos (y otros) cervantinos británicos la que se puede rastrear en la novela de Flanagan, que recrea el cautiverio de un falsificador en un penal de la actual Tasmania entre 1828 y 1831.

EL LIBRO DE LOS PECES DE WILLIAM GOULD

Richard Flanagan

Traducción de Gema Moral

Mondadori. Barcelona, 2003

413 páginas. 27 euros

Pero volvamos al principio, al hallazgo del libro de Gould. Si hemos de dar crédito a la breve nota introductoria, Flanagan encontró en una biblioteca australiana el original del Libro de los peces, en el que Gould habría dibujado una docena de ejemplares de especies marinas. Ya en el primer capítulo, Sid Hammet, aparente álter ego de Flanagan, rememora el hallazgo de dos originales semejantes, uno de los cuales incluye el relato manuscrito de las aventuras y desventuras de Gould. La misteriosa desaparición de este segundo libro lleva a Hammet a tratar de reconstruir por escrito el texto, que ha tenido tiempo de leer. Esa recreación aproximada es la novela que ahora llega al lector español, y en ella se deja constancia, entre otras cosas, de la megalomanía del comandante del penal, un impostor obsesionado con convertir la colonia penitenciaria en una nación que reproduzca en pequeño los paisajes de la lejana Europa. Si la novela de Flanagan se propone crear un mundo autónomo, su historia es precisamente la de la creación de otro mundo, y lo curioso es que, junto a éste, no tardamos en descubrir un tercer mundo bien distinto: el que, para ocultar los manejos del comandante, inventa el administrador del penal en los falsamente tranquilizadores informes que envía a Londres. Para restituir la verdad, Gould se propone escribir un libro, que es el libro que llega a manos de Hammet y que, finalmente, Gould no pudo escribir sino sólo imaginar... Realidades que son ficciones, ficciones que son realidades o que ni siquiera llegan a serlo: ¿caben más vueltas y revueltas en un libro como el de Flanagan, cuya inicial inspiración cervantina acaba siendo eclipsada por esta desmelenada sucesión de juegos borgianos?

Alejada de todo realismo y acudiendo al grotesque como justificación última, si algo falla en esta historia del cautiverio, la huida y la metamorfosis final de William Gould es el afán de su autor por sorprendernos siempre y a toda costa, un afán que no excluye lo truculento, lo escatológico, lo rocambolesco. En la intención de Flanagan está el hacer un pastiche, pero un pastiche enloquecido en el que todo cabe y todo, al mismo tiempo, es susceptible de ser caricaturizado, y lo que acaba salvando este peculiar artefacto narrativo no es otra cosa que el humor, un humor en el que lo brutal y lo plebeyo conviven en igualdad de condiciones con la sutil broma literaria.

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