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Tribuna:DEBATE | La sociedad gris
Tribuna
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Claros y sombras

Entre la España que sale de la posguerra, en 1950, y la actual España del móvil, la esperanza de vida ha subido casi veinte años. Entonces, sólo llegaban a 65 años dos de cada tres mujeres y algo más de la mitad de los hombres. En nuestros días, alcanzar esa edad que, sin embargo, todavía consideramos como el inicio de la vejez, es un destino trivial, al que puede aspirar el 92% de las mujeres y el 80% de los hombres. También se vive ahora más tiempo después del consagrado umbral de los 65 años, 20 años las mujeres y 16 los hombres y más del 26% de las mujeres y el 11% de los hombres pueden alcanzar los 90 años. El alargamiento de la vida se acompaña de una mejora del estado de salud a todas las edades que, últimamente, beneficia sobre todo a los mayores. El declive de la autonomía personal y, finalmente, la muerte acaban por llegar, pero cada vez más tarde.

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Estos cambios tan incuestionablemente positivos tienen efectos directos sobre la estructura por edades de la población. El número y la proporción de personas mayores han venido creciendo en España y todas las proyecciones demográficas indican que esta tendencia se va a acentuar en el futuro. Actualmente, unos 7 millones de personas (17,1% de la población) tienen más de 65 años y, según los escenarios de proyección elaborados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), podrían llegar a ser 9,4 millones (21,7%) en 2025 y 12,8 millones (31%) en 2050.

Si la menor mortalidad explica la mayor abundancia de personas mayores, la disminución de la natalidad acentúa el envejecimiento demográfico por el déficit de niños, que acaba transformándose en déficit de población adulta, sobre la que recae el coste de las pensiones y de los cuidados que necesitan los mayores. Ésta es la dimensión evitable del envejecimiento, cuyas causas radican en los factores que determinan la baja fecundidad. La situación de los jóvenes, en particular la creciente dificultad de acceso a una vivienda, los problemas de las madres para conciliar su trabajo y el cuidado de los hijos y la insuficiencia del apoyo público a las familias, explican en buena parte el récord de baja fecundidad que España ostenta en la Unión Europea.

En el corto y medio plazo, la evolución de la población, en particular la de adultos jóvenes, va a depender casi exclusivamente de la inmigración. En el caso de que declinen los flujos de inmigrantes, nos encontraríamos con que la población total disminuye, mientras sigue aumentando la de mayores. Pero, incluso con flujos importantes (la hipótesis máxima del INE es de 160.000 entradas netas de media anual de aquí al 2050), el porcentaje de mayores de 65 años se acercará al 30% en 2050. La inmigración, por necesaria y deseable que sea para mantener nuestro potencial productivo, no resuelve el problema demográfico, aunque sí reduce ligeramente su impacto.

El carácter inevitable de un envejecimiento creciente debe ser matizado, recordando que el umbral de la vejez tiende a alejarse: que aumente el número de mayores de 65 años no implica que aumente el número de viejos en la misma proporción. Todo depende de la capacidad de las personas y del lugar que la sociedad asigne a sus mayores. En todo caso, la llamada tercera edad hace tiempo que ha dejado de ser un grupo homogéneo. Los jubilados más jóvenes, digamos entre 65 y 75 u 80 años, gozan, en general, de autonomía económica y personal y plantean, además de la garantía de sus pensiones, una exigencia de integración en la sociedad. Ni merecen, ni admiten, ser llamados ancianos.

Por encima de ochenta años, aumenta el riesgo de sufrir la pérdida o una reducción de la autonomía personal. Según una encuesta del INE de 1999, el 55% de ese grupo presenta alguna discapacidad y el 23% no puede cuidar de sí mismo. El Censo de 2001 arroja la cifra de 1,6 millones de personas de más de 80 años, que serán 2,6 millones en 2025 y más de 4 millones en 2050 (se trata del colectivo poblacional que más va a crecer). Mientras tanto, el número de posibles cuidadores -el grupo de 50 a 70 años, la generación de los hijos- crecerá a un ritmo muy inferior. Actualmente, el cuidado de los ancianos está asegurado sobre todo por los miembros de su familia, mayoritariamente por las mujeres, aunque el anciano no conviva con ellos. Sin embargo, la capacidad de cuidado de las familias tiende a reducirse, debido a la disminución de su tamaño, al incremento de la actividad femenina y a la separación de los domicilios. No se sabe mucho de las tensiones y sufrimientos que genera ya el ejercicio de la solidaridad familiar, en condiciones cada vez más difíciles. Y no se trata sólo de los que cuidan; en algunos países empieza a emerger el problema de los malos tratos a ancianos, que rara vez se atreven a denunciarlos.

Es necesario que se abra un debate sobre el funcionamiento de las redes familiares y sobre la organización y la financiación de esta nueva demanda social, que desemboque en la implantación de servicios públicos complementarios a los que ya proporciona la familia. En este empeño, hay que evitar que se cree una nueva categoría de asistidos, asimilando todo anciano a un ser dependiente. Apoyar la autonomía de las personas mayores y aligerar la carga que pesa sobre las familias (léase las mujeres) son los dos objetivos que debe marcarse cualquier política que enfrente el reto de la dependencia.

Juan Antonio Fernández Cordón es demógrafo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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