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Columna
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Pontevedra

En la Saga fuga de JB, Gonzalo Torrente Ballester trazaba el retrato de una brumosa ciudad imaginaria, Castroforte del Baralla, que de existir se llamaría Pontevedra, una urbe que Fernando VII habría borrado literalmente de los mapas tras la Guerra de la Indepedencia para castigar a sus habitantes por haber tomado partido a favor de Napoleón, no por simpatía hacia el emperador, ni a los franceses, sino a causa de sus buenas relaciones con los irlandeses que luchaban contra Inglaterra. Suprimido su nombre de las señales itinerarias, borrados sus caminos y oscurecidos sus rastros, la ciudad de Castroforte del Baralla pasaría a depender directamente de un siniestro negociado del Ministerio de la Gobernación, encargado de exportar casi clandestinamente funcionarios desde Madrid para regir, administrar y gestionar los asuntos de la ciudad, condenada al ostracismo y al ensimismamiento, tan aislada y volcada hacia sus propios asuntos que levitaba en ocasiones señaladas para pasmo y escándalo de los poncios madrileños, godos desterrados de la Corte y sobrepasados, estupefactos y perplejos por la irrupción de la magia en su gris horizonte burocrático. Cosa de meigas.

Situada a mitad de camino entre la majestuosa Compostela y la multitudinaria Vigo, Pontevedra, privada del mar que se fue retirando de su puerto, es cabecera de una ría que lleva su nombre y atrae a los veraneantes hacia sus famosas playas y balnearios. Lugar de paso y capital de provincia, la discreta urbe con sus rúas recogidas, sus plazuelas recoletas, sus soportales, sus palacios y sus templos, se deja descubrir antes por los viajeros que por los turistas que tienen mucha prisa por llegar a sus apartamentos de la costa.

En invierno, bajo la lluvia, Pontevedra es más Castroforte que nunca y a veces parece que levita sobre un colchón de niebla. Hace tiempo que los godos ya no vienen de Madrid a gobernar, tras la muerte del pequeño y superlativo dictador, gallego de El Ferrol, y la extinción de su oprobioso régimen; Galicia se autoabastece y se autogobierna con elementos autóctonos o asimilados, aunque al frente de sus instituciones figure un valetudinario virrey, lucense de Villalba, tardía y sospechosamente reconvertido a la democracia y al galleguismo tras décadas de fieles y bien recompensados servicios a un caudillo férreamente centralista y contumaz enemigo de toda peculiaridad o identidad nacionalista.

Con motivo de la flamante candidatura de Mariano Rajoy, los periódicos locales señalan que si llegara a ganar las próximas elecciones sería el noveno presidente gallego desde que se creó el cargo durante el reinado de Fernando VII, el último de una lista que empieza con José Manuel Rodil, un militar que ocupó el cargo durante la regencia de Espartero, y finaliza con otro militar, Francisco Franco. Una lista que completan: Montero Ríos, Canalejas, Dato, Bugallal, Portela Valladares y Casares Quiroga, que gobernaron en Madrid.

Mariano Rajoy también emigró de Pontevedra a la Villa y Corte, tal vez cuando se apercibió de que era más fácil y sobre todo más rápido heredar a José María Aznar que suceder al ayer incendiario y hasta hoy incombustible don Manuel en la Xunta. Mariano entró en política sin haberse roto, ni siquiera manchado, en las asambleas y movilizaciones de la Universidad de Santiago, y lo hizo por la derecha en aquella Alianza Popular, residencia de nostálgicos del franquismo, aún atemorizados ante los usos democráticos, en la que encontró algunos compañeros de generación que habían cumplido ya los 60 años. Bajo su tutela, sin estridencias, con paciencia abacial y discreción de secretario, el joven registrador de la propiedad ascendió en el escalafón, paso a paso, sin haber proclamado jamás una ideología, ni siquiera una idea propia, siempre en el brumoso limbo del centrismo evanescente y del oportunismo nebuloso. A este no decir nada le llaman retranca galaica los que quieren llamarle cosas buenas al nuevo ungido que hasta ahora sólo ha exhibido sus preferencias en el terreno deportivo. Rajoy se proclama hincha del Pontevedra y del Celta de Vigo, de los restantes equipos gallegos y sobre todo del Real Madrid, pero su hijo unigénito tiene el carné de socio del Barça. Puro centrismo.

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