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LECTURA

El franquismo visto por un editor

Uno de los temas para mí más sugestivos del régimen anterior es si el general Franco creía en muchas de las cosas que predicaba, o si, desde el pragmatismo que le proporcionaban tantos años de autocracia, era consciente de que, a su muerte, las instituciones por él acaudilladas se volatizarían.

En abril de 1937, instigado por Ramón Serrano Suñer, al que yo conocería en 1955, Franco promulgó el Decreto de Unificación de los partidos políticos adictos a su causa, por el que se autonombró jefe nacional de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, la formación política con el nombre más extenso de toda la historia -al que Agustín de Foxá añadía: "Y de los grandes expresos europeos"-, conocida hasta mediados de los años cuarenta como Partido Único -una de las partes como sustituta del todo-, y tras la derrota del Eje camuflado como Movimiento Nacional.

La batalla de Waterloo. Memorias de un editor

Rafael Borràs

Ediciones B.

Franco a Garrigues: "Para mí, el Movimiento es como la claque. ¿Usted no ha observado que cuando hay un grupo grande de gente hace falta que unos pocos rompan a aplaudir para que los demás se unan a ellos y les sigan?"
Franco en 1956: "Somos de hecho una monarquía sin realeza. No somos una provisionalidad: la Falange podría vivir sin la monarquía, pero no la monarquía sin la Falange"
Franco le dijo ligeramente cabreado a Vicente Gil, su médico de cabecera desde 1937 hasta 1974: "Vicente, los falangistas, en definitiva, sois unos chulos de algarada"

El Decreto de Unificación, en última instancia, dotó a Franco de una jefatura política de la que carecían sus pares de la milicia, y fue una de las causas que explican su permanencia en el poder durante cuarenta años.

Pero la cuestión subsiste: ¿creía Franco en el llamado Movimiento Nacional? A1 cumplir cincuenta años -diciembre de 1942- recibió a la Junta Política de FET y de las JONS, a la que, muy serio, arengó con palabras como éstas: "Creo en España porque creo en la Falange". Y en 1956, en un viaje por Andalucía tras los sucesos universitarios de ese año, afirmó: "Somos de hecho una monarquía sin realeza. No somos una provisionalidad: el Movimiento encarna a la nación; la Falange podría vivir sin la monarquía, la que no podría vivir sería ninguna monarquía sin la Falange". No parece que "el general de provincias", como le llamaba Joaquín Sieso, estuviese dotado del don de profecía.

José Utrera Molina, ministro secretario general del Movimiento en las postrimerías del franquismo -de enero de 1974 a marzo de 1975-, explicó en las memorias que le publiqué en Espejo de España que en una audiencia con su caudillo le manifestó que no creía que su sucesor, don Juan Carlos de Borbón y de Borbón, "estuviese sinceramente identificado con proyectos que pudieran representar la continuidad del Régimen". El enfado del general fue notorio, y según Utrera le replicó con "cierta desilusionada lucidez": "Sé que cuando yo muera todo será distinto, pero existen juramentos que obligan y principios que han de permanecer".

Parece lógico pensar que Franco creía que la permanencia de aquellos principios era misión encomendada al Movimiento, pero su opinión acerca de éste en ocasiones no era muy halagüeña. Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, su embajador primero en Washington y luego en el Vaticano, testificó en el libro que le publiqué lo que era el Movimiento para Franco: "Para mí, el Movimiento es como la claque. ¿Usted no ha observado que cuando hay un grupo grande de gente hace falta que unos pocos rompan a aplaudir para que los demás se unan a ellos y les sigan? Pues más o menos así es como yo entiendo la finalidad del Movimiento".

Su pragmatismo, en esta expansión con Garrigues, no rebaja un ápice el profundo desprecio hacia quienes, muchos de buena fe, creían en lo que se les predicaba.

En otros momentos, su concepto de los falangistas que le acataban como jefe nacional fue mucho más duro. A Vicente Gil, su médico de cabecera desde 1937 hasta 1974, le dijo ligeramente cabreado: "Vicente, los falangistas, en definitiva, sois unos chulos de algarada".

(Nunca agradeceré bastante a María Jesús Valdés, gran dama de la escena, que cediese a mis requerimientos y, contra todas las presiones, aceptase publicar las memorias póstumas de su marido, el doctor Gil, que, de manera impensada seguramente para él, reflejan en tantos aspectos la sordidez del Pardo y de sus moradores, que nunca permitieron que ella pusiese los pies allí; aunque esposa del médico de cabecera -¡Vicentón, Vicentón!- seguía siendo para ellos una cómica).

Como señaló Rodolfo Martín Villa, "Franco dejaba que en los campamentos del Frente de Juventudes se cantase eso de 'no queremos reyes idiotas', pero él era el que traía la Monarquía, y en su testamento" -supongo que con gran desencanto de quienes denominaba "la claque"- "Franco no hace alusión alguna a ninguna de las instituciones de su régimen, no habla ni del Movimiento Nacional, ni del sindicato vertical". Rodolfo Martín Villa, desde que se subió a su primer coche oficial, sin duda era de los que estaban en el secreto.

Al cabo de los años, un artículo mío sobre este tema de la claque de Franco, en el diario La Razón, motivó una extensa carta al director, en la que un amable comunicante se quejaba de que no hiciese constar que la Falange creada por José Antonio Primo de Rivera en octubre de 1933 murió con su fundador, ajeno a lo acaecido después, como la constitución, en abril de 1937, de FET y de las JONS, de la que el general Franco, ni corto ni perezoso, como queda dicho, se autoproclamó jefe nacional. Nada más cierto. Creo que el juicio de mi amigo Paul Preston a este respecto, en el libro con el que se alzó con el primer premio Así Fue. La Historia Rescatada, es definitivo: "José Antonio no puede ser enjuiciado por lo que se hizo con su memoria después de su muerte. Aún menos puede juzgársele sobre la base de lo que muchos de sus seguidores hicieron en servicio de Franco".

El tema merece alguna puntualización -ya se sabe, los árboles y el bosque-. A partir de la biografía apasionada de Felipe Ximénez de Sandoval, publicada recién terminada la guerra, todos los hagiógrafos de Primo de Rivera (no conozco un solo libro sobre el líder falangista escrito por sus secuaces con un mínimo espíritu crítico) insisten, por ejemplo, en acusar a José María Gil-Robles, jefe de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) durante la II República, de ser responsable indirecto de su muerte, al negarle la posibilidad de un acta en la coalición de derechas en las elecciones de 1936, y con ella la inmunidad parlamentaria, olvidando que aquélla, desgraciadamente, no garantizaba la integridad física en la que Ricardo de la Cierva ha denominado "la primavera trágica"; el asesinato del líder monárquico José Calvo Sotelo, al que Primo de Rivera detestaba, es ilustrativo al respecto, como lo es, estallada la guerra en Madrid, el asesinato de personas, diputados o no, adictas o desafectas a la República, desde Melquíades Álvarez -que fuera en los años veinte jefe político de Manuel Azaña- hasta Ramiro de Maeztu, de igual forma que en la otra zona se paseaba a Federico García Lorca o se ejecutaba al general Domingo Batet, que en octubre de 1934, fiel al Gobierno salido de las urnas, reprimió la intentona revolucionaria anticonstitucional de la Generalitat catalana.

Gil-Robles

Pero Gil-Robles, en 1968, explicó en sus memorias que ofreció a Primo de Rivera tres actas seguras, y otras tres dudosas para Falange, pero que sus camaradas le obligaron a rechazar la oferta con "el reproche encubierto de que se trataba de asegurarse a toda costa la inmunidad parlamentaria, dejándolos a ellos 'en la estacada'. 'O todos o ninguno', le manifestaron, por lo visto, en forma de ultimátum". Falange, por tanto, acudió sola a las urnas por su libre decisión; obtuvo en toda España unos 45.000 votos, sin conseguir, por supuesto, ni un solo escaño.

Nadie, cuando Alexandre Argullós y Pep Calsamiglia publicaron en Editorial Ariel aquel testimonio de Gil-Robles -No fue posible la paz-, lo desmintió. Muchos de los protagonistas estaban vivos -José María Alfaro, Raimundo Fernández-Cuesta, Jesús Suevos, Manuel Valdés Larrañaga...-; todos se callaron. En 1978, diez años después de la publicación de las memorias de Gil-Robles, reedité su libro en Espejo de España, sin que el autor se sintiese obligado a rectificar ni una coma.

Éstos eran los falangistas con los que tuvo que apechugar Primo de Rivera, al que Dionisio Ridruejo, ya opositor del Régimen, en 1962 describió como "un hombre sugestivo, inteligente, de gran elegancia dialéctica, gallardía y segura honradez personal, que parecía estar siempre en actitud crítica frente a sí mismo, buscando lo que no acababa de encontrar, y que en conversación particular -aun con una persona muy joven, que tenía ante él la actitud contenida de la admiración incondicional- no ocultaba sus dudas sobre la calidad de la pequeña masa que le acompañaba".

Como es sabido, la derecha pura y dura -tan bien representada entonces por Abc y sus incondicionales- le acusó de bolchevique por oponerse al desmantelamiento de la tímida Reforma Agraria llevada a cabo por los Gobiernos de la coalición republicano-socialista en el primer bienio (1931-1933), y la izquierda lo despachó sin más tildándole de fascista, un papel que no le gustaba, pero que seguramente se vio obligado a asumir. La Guerra Civil, que no quiso, pero de cuyas responsabilidades no escapa, frustró la posibilidad de que madurase su más que confuso proyecto político, que no sabremos nunca hacia dónde hubiese derivado. (Aquí, creo, no resultará ocioso citar de nuevo a Preston: "La Falange que había sido engendrada en los primeros meses de la guerra tenía poco que ver ya con José Antonio. En los ocho meses desde su arresto, la caravana había continuado su camino. Es imposible saber qué autoridad habría tenido entre sus seguidores de antaño, y, de haberla tenido, si Franco le habría permitido ejercerla". Convendría que quienes intentan compatibilizar su ideario falangista con sus servicios al general reflexionasen sobre este punto).

No cabe, por tanto, plantear qué hubiese ocurrido de no ser fusilado Primo de Rivera en noviembre de 1936, o de ser autorizado a trasladarse a la España sublevada, como pidió, a fin de intentar evitar el desastre de la guerra. Lo único cierto es que el secretario general de la primitiva Falange, Raimundo Fernández-Cuesta y Merelo, llegó canjeado por Justino Azcárate a la otra zona, y fue nombrado para el mismo puesto -que Franco, receloso de los falangistas antiguos, prefería que ocupase un hombre de su total confianza, Ramón Serrano Suñer- de la nueva organización FET y de las JONS, que aceptó, legitimando así, moralmente, el golpe de Estado a la inversa que permitió que el general se apoderase de los partidos que le prestaban, de buen grado o a regañadientes, su adhesión como Generalísimo y jefe del Estado.

Azcárate

(A Justino Azcárate, antiguo miembro de la Agrupación al Servicio de la República, subsecretario en el Ministerio de Justicia, con Fernando de los Ríos, en el Gobierno Provisional, y posteriormente subsecretario en el Ministerio de la Gobernación, le conocí en Madrid, ya senador real nada menos, en la presentación, en diciembre de 1984, del libro de Rodolfo Martín Villa Al servicio del Estado. Yo presidía el almuerzo, en Lardhy, para la prensa; a mi derecha, Enrique Tierno Galván, entonces alcalde de Madrid, a cuyas órdenes, como funcionaria del Ayuntamiento, trabajaba la mujer de Rodolfo, Maripi, que se negó a asistir al acto -siempre ha sido una mujer, encantadora, que ha rehuido todo protagonismo-; a mi izquierda, Martín Villa, y a su izquierda, Azcárate, leonés como Martín Villa, y Ernesto Giménez-Caballero, al que hice sentar en la presidencia en su condición de embajador de España; a la derecha de Tierno, Ricardo de la Cierva, ex director general de Información con Franco y ex ministro de la Unión de Centro Democrático con Adolfo Suárez. Antes de empezar los parlamentos pregunté a Rodolfo:

-¿Cómo definirías esta mesa?

No vaciló en la respuesta:

-El Movimiento Nacional.

Ahí queda eso, para que luego digan que los ministros, o ex ministros, del Interior no tienen sentido del humor. A continuación, Tierno Galván me planteó:

-Oiga usted, Borrás, ¿qué destacaría usted de este libro de Martín Villa?

Tierno era el encargado de la presentación, y no supe si estaba intentando quedarse conmigo o si, cosa más grave, no había leído la obra y pedía ayuda; en cualquier caso, un poco mosca, le respondí:

-Mire usted, señor alcalde, puesto que me lo pregunta, si yo fuese el presentador -aquí me limito a presidir el acto de la presentación- destacaría de este libro algo que dice el autor y que me parece cierto: que la democracia, después de Franco, no la trajo la oposición, sino ellos, los reformistas del sistema.

Tierno se quedó ensimismado -en ocasiones parecía ser su estado natural-, y yo me dediqué a conversar con Martín Villa. Durante años tuve mala conciencia sobre mi respuesta a Tierno; consideraba que había sido una crueldad por mi parte, hasta que, con el tiempo, Santiago Carrillo me contó una anécdota sin desperdicio: cuando la constitución de la Junta Democrática, en 1974, Tierno se negó a asumir el papel de protagonista que le correspondía alegando que podrían detenerle y encarcelarle, y que esto perjudicaría su imagen social. A partir de ahí, haberle recordado la inoperancia de la oposición no tenía que crearme ningún remordimiento).

Cuando se produjo la Unificación en abril de 1937, que Joan Maria Thomàs ha estudiado de manera exhaustiva en Lo que fue la Falange, desapareció, legalmente, el partido fundado por Primo de Rivera, pero no la responsabilidad moral ni política de los llamados camisas viejas. Un testigo no dudoso, Rafael García Serrano, certificó: "Los que trataron de empujar a Manuel Hedilla hacia una resistencia imposible fueron los primeros en acatar la Unificación, FET y sus charreteras".

La Falange de Primo de Rivera murió, sí, como proyecto con su fundador, con todas sus contradicciones difícilmente superables, pero quienes tenían la obligación de tirar adelante dicho proyecto, durante cuarenta años, por un plato de lentejas administrativas -el muerto al hoyo y el vivo al bollo- engatusaron a un par de generaciones con la tabarra de la revolución pendiente. Lo malo es que engatusaron a Joaquín Sieso, y éste me engatusó a mí. Pero, como repetía Tierno Galván, "Dios no abandona nunca a los buenos marxistas".

Un centenario a la vista

Este año -2003- se cumplirá el centenario de José Antonio Primo de Rivera, que debería servir para tratar de acercarse, sin beaterías ni prejuicios -sobre todo sin beaterías-, a una figura menor de la política española de los años treinta, que la Guerra Civil, ya muerto, potenció de manera imprevista.

Como se sabe, o, mejor dicho, como ya se ha olvidado, José Antonio Primo de Rivera era el primogénito del general que gobernó España en régimen de dictadura, con el beneplácito regio, de 1923 a 1930, y que en 1933, brillante abogado en ejercicio, fundó con un grupo de amigos y conocidos -el catedrático Alfonso García Valdecasas, procedente del grupo de Ortega Al Servicio de la República; el aviador Julio Ruiz de Alda, que participó con Ramón Franco y Pablo Rada en el vuelo transatlántico del Plus Ultra; el escritor Rafael Sánchez Mazas, antiguo corresponsal de Abc en Roma, y otros- un partido político, Falange Española, cuyas iniciales algunos interpretaron, con razón o sin ella, como las de Fascismo Español. (A García Valdecasas y a Sánchez Mazas tuve ocasión de tratarles personalmente).

Hoy parece evidente que, pese a la sugestión ejercida en generaciones posteriores por el joven Primo de Rivera, la historia de la II República hubiera sido exactamente igual sin su participación, y, por supuesto, sin la existencia marginal de Falange y de los grupúsculos fascistizantes que la precedieron, desde las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica de Onésimo Redondo Ortega hasta las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista de Ramiro Ledesma Ramos.

En 1933, Falange Española, como tal, no se presentó a las elecciones en las que se alzaron los radicales de Alejandro Lerroux y los cristianodemócratas de José María Gil-Robles. Primo de Rivera obtuvo el acta de diputado por Cádiz, como independiente, en una coalición de derechas, del bracete de Ramón Carranza y José María Pemán, y gracias, en parte, a la abstención electoral, financiada bajo mano, por las organizaciones sindicales propensas a la abstención; el otro diputado de obediencia falangista, pronto abandonada, fue Francisco Moreno Torres, marqués de la Eliseda, presidente que fue de algo así como La Tabla de la Buena Mesa, al que un día, en París, con Isabel, en un drugstore de urgencia, tuve que hacerle sitio en la nuestra; andaba perdido buscando lo que no encontraba, pero al menos consiguió cenar.

En los comicios de 1936, que dieron el triunfo al Frente Popular, Falange, dependiente económicamente de las limosnas de la derecha y de alguna subvención del Partido Fascista italiano, no obtuvo en toda España, como ha quedado escrito, más allá de 45.000 votos, y, por supuesto, ni un solo escaño. La lucha política estaba entablada entre un gran bloque de izquierdas -los republicanos de Manuel Azaña, el PSOE de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, un minoritario Partido Comunista con 12 diputados; los nacionalistas catalanes de Lluís Companys- y un gran bloque de derechas -la CEDA de Gil-Robles; los radicales de Lerroux; los monárquicos de José Calvo Sotelo, alfonsinos, y de Víctor Pradera, carlistas; los regionalistas de Francesc Cambó-. El resto eran flecos, y en el caso de Falange, flecos de flecos.

Pero el fundamentalismo de unos y otros desembocó en la Guerra Civil, que propició el triunfo en ambas zonas de posiciones extremas: al término de la contienda, el poder decisorio en la España republicana eran los comunistas, con el socialista Juan Negrín como testaferro, y en la España sublevada parecían serlo los falangistas acogidos a la tutela de Ramón Serrano Suñer, pero ya totalmente domesticados por el general Franco, encarnación genuina del macizo de la raza y gerente del sindicato de intereses, cuyo brazo armado eran los eternos espadones.

La magnificación de José Antonio Primo de Rivera, en bien y en mal, se produjo a partir de su muerte, a los cuatro meses de iniciada la contienda, por la apropiación que de su figura y de su minoritario partido, un partido sin líder, hizo Franco, un caudillo sin partido. Eso convirtió a Primo de Rivera, post mórtem, injustamente, en corresponsable de la actuación franquista, cuando en realidad, como ha escrito su sobrino Miguel Primo de Rivera y Urquijo, "la Falange, como proyecto político concreto, murió con su fundador en noviembre de 1936". A partir de ahí, el francofalangismo, que era otra cosa, compartió protagonismo hasta la muerte del general en 1975.

El centenario del nacimiento de José Antonio Primo de Rivera, que se cumplirá cuando estas páginas estén ya impresas, debería basarse en estudios rigurosos, no viscerales, si se quiere establecer el sentido de su actuación. Y la Plataforma 2003, que pilota Jaime Suárez, creada con motivo de dicha conmemoración, debería proponerse, si puede y se atreve, rescatar su figura de la nostalgia y de las coronas de sonetos de sus incondicionales, y, sobre todo, por respeto a la historia, rescatarla de la manipulación franquista, responsable, en muchos casos, de las descalificaciones apriorísticas de algunos de sus adversarios.

El editor Rafael Borràs, en la Feria del Libro de Madrid de 1998, año en el que se le tributó un homenaje.
El editor Rafael Borràs, en la Feria del Libro de Madrid de 1998, año en el que se le tributó un homenaje.MORGANA VARGAS LLOSA

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