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LA COLUMNA. | NACIONAL
Columna
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Hoy no toca plebiscito

OCURRIÓ HACE POCO más de 70 años, pero hoy no volverá a suceder. Había convocadas entonces, en 1931, unas en principio inocentes elecciones municipales, pero con todo lo que había caído desde que Primo de Rivera tomó el camino de París, los partidos políticos saltaron sobre la ocasión para transformar aquellas elecciones en un auténtico plebiscito. Si ganaba la coalición de las izquierdas, formadas en la ocasión por republicanos y socialistas -ya que el comunista con el cuchillo en los dientes todavía estaba en pañales-, el rey tendría que irse; si ganaban las derechas, integradas entonces por católicos y monárquicos -ya que los fascistas permanecían aún en estado de lactancia-, la monarquía saldría del trance y Alfonso XIII podría preparar con tiempo su veraneo en San Sebastián.

Antaño, el dilema era entre monarquía y república. Los más entusiastas partidarios de convertir aquellas municipales en un plebiscito fueron, por tanto, los partidos de izquierda, y su resultado fue que el rey, perdido el amor de su pueblo, como tiernamente escribió al despedirse, tomó también el camino del exilio. Hogaño, y como parece que el mundo anduviera al revés, con la derecha prometiendo más pensiones y la izquierda más guardias, el encargado de convertir en plebiscito unas inocentes elecciones municipales, dobladas de autonómicas, ha sido el mismísimo Gobierno. Los partidos de la oposición, puesto que tal era el terreno al que se les citaba con los más burdos engaños, siguieron al Gobierno en su iniciativa. ¿Y el resultado? Esta noche se sabrá, pero en todo caso queda excluido que el dilema se plantee esta vez entre asuntos de tan antigua enjundia como monarquía o república.

Entonces, ¿por qué este viaje sideral del municipio al plebiscito? Se podría argumentar por el lado psicológico y solventar la cuestión diciendo que el presidente del Gobierno, como se trata de su última competición electoral, quiere dejar bien claro su dominio de la escena política, asegurar su control del futuro y derrotar a su adversario incluso en las peores circunstancias, o sea, después de haber desafiado a una opinión pública abrumadoramente contraria a su política y de haberle estallado entre las manos una catástrofe de la magnitud del Prestige. Aupado por mayoría absoluta a la presidencia, Aznar quiere salir de ella -si finalmente sale- por la grandísima puerta de una aplastante victoria electoral que todo el mundo atribuiría a su irresistible liderazgo.

Pero por debajo de esa evidente intención podría percibirse en los mensajes enviados al público una estrategia política más de andar por casa: siempre que se recurre al miedo es porque uno mismo le ha visto antes las orejas al lobo. Los populares le han visto las orejas y hasta el hocico, y la única manera que tenía su jefe de reconducir una situación que amenazaba con hundirle entre el chapapote y la guerra y arrastrar a su partido en la derrota consistía en montar una campaña basada en la vieja receta de todos los gobernantes de talante más bien autoritario, siempre tentados de salir al balcón y gritar: "yo o el caos". Tal es hoy, en la intención de su principal provocador, el dilema.

Con lo cual, Aznar ha dicho al electorado: si no queréis "caos", votad "yo". Si se tiene la curiosidad de examinar con un poco de atención los mensajes fuertes de esta insólita campaña, se comprobará que todos se reducen a lo mismo. "Yo" es igual a: unidad de España, garantía de pensiones, derrota del terrorismo internacional, barrera a la inmigración ilegal, Gobierno fuerte, Estado firme; en resumen, "yo" es el refugio contra los miedos difusos de la clase media. "Caos" es lo contrario: coalición de comunistas y socialistas para abrir grandes avenidas al separatismo, reducción si no caída libre de pensiones, debilidad y connivencia con el terrorismo, España estallando de inmigrantes, Gobierno débil en su afán de pactos, quiebra de Estado.

Éstos son los términos en los que el presidente ha planteado estas elecciones plebiscitarias. Sin duda, el intento de infundir miedo al coco que viene a llevarse la pensión, la seguridad, la unidad de España, el Estado, no es nuevo por estos lares: todavía se recuerda un célebre doberman proyectado por unos imaginativos publicitarios socialistas. Convertidas todas las elecciones en un combate personal gracias a la confluencia del rampante presidencialismo y del control por el Gobierno de la televisión pública, infundir miedo se le ocurre a cualquiera, incluso a los técnicos en marketing político. Pero asistir durante quince días a este penoso espectáculo en el que cada cual asigna a su contrario las más perversas intenciones es como para apagar (el televisor, por supuesto) e irnos. Pues, vámonos, sí, a votar dejando con un palmo de narices a los listillos que han pretendido convertir esta elección en un plebiscito.

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