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Columna
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Desnudos

El anuncio de que hoy, en Eurovisión, la pareja de las Tatú saldrían a cantar desnudas ha sonado tan poco como sus conciertos. Todavía, en los últimos estertores de la vieja revolución sexual, el desnudo cuenta algo, pero, sin duda, cada vez menos. El miércoles, la modelo Elle MacPherson se ofreció desnuda a la contemplación en un escaparate de los almacenes Selfridges, en plena Oxford Street, signo de decadencia. Actualmente, sin importar la clase de concentración popular, el desenlace común es quedarse en cueros: se desnudan las multitudes en los festivales, se desnudan los descontentos en las manifestaciones; se desnudan todos sin causa aparente y con el fin de aparecer: ser fotografiados, filmados, grabados.

El fotógrafo Spencer Tunick basa su obra, actualmente en Barcelona, sobre las imágenes de cientos o miles de cuerpos humanos desnudos y hacinados. Aglomeraciones de cuerpos que se anulan entre sí y convierten lo que podría ser la representación de una orgía, promiscua y libre, en la angustiosa réplica de los campos de exterminio. De este modo, la sexualidad se transforma, con la masificación, en genocidido, el cuerpo erótico se cadaveriza o, en el mejor de los casos, se hace corriente: un bulto que corre de un lado a otro con la facilidad de la luz y la fluidez de lo ya visto.

En Madrid y Barcelona se estrenará pronto un espectáculo titulado Las marionetas del pene, en el que dos jóvenes desnudos van componiendo mediante la manipulación de su sexo figuras que recuerdan la forma de una hamburguesa, un paracaídas, la montaña de Montserrat, una seta atómica. De esta manera tratan de hacer amena la función que de otro modo acabaría durmiendo al público. Hace unos años los moralistas temían que se cosificara el sexo, pero ahora se ha vuelto plastilina. ¿Ha llegado, pues, a convertirse en un tostón? Y, siendo así, ¿qué vendrá después a efectos del espectáculo? No cabe duda que la muerte. La muerte es el aura que da interés a las fotos de Tunick. Un extraño relente que se repite en los actos de los terroristas suicidas usando el cuerpo, entero y prohibido, no para una representación local fundada en el placer, sino en los desbordantes dominios de la muerte.

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