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¿Estamos a tiempo de rectificar?

Escribo este artículo el 2 de abril, después de unos días de reflexión sobre los increíbles acontecimientos de estos últimos meses. A veces tengo la sensación de estar soñando y que de repente me despertaré sin la angustia, tensión, sorpresa y preguntas sin respuesta que me embargan.

Repaso con humildad, pero con un cierto orgullo, mis últimos dos artículos y, desgraciadamente, no me equivoqué en ellos. Tal vez algún lector se sorprenderá hoy por la dureza y sinceridad de mis juicios y análisis telegráficos, pero ha llegado el momento, a mi juicio, de expresar -sin ningún afán de protagonismo, excepto el de la coherencia personal- lo que siento ante el comportamiento inaudito de personas a las que he conocido, he visto actuar y respetado, pero que ahora se comportan al margen de una realidad que simplemente rechazan por no prevista, por incómoda y, probablemente, por el orgullo de no rectificar.

Sadam Husein es un tirano, un sátrapa y un corrupto. Él, su familia y círculo de poder son directamente responsables del asesinato y desaparición de millones de ciudadanos iraquíes, de dos guerras de agresión a países vecinos, del desprecio más absoluto a los derechos humanos y a los valores democráticos que rigen las relaciones entre países civilizados y de haberse enriquecido ilegalmente.

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Las Naciones Unidas han acumulado, a lo largo de los años, multitud de condenas y resoluciones sobre Sadam Husein e Irak, que han sido sistemáticamente ignoradas por el dictador iraquí, que ha mostrado una gran habilidad para mantenerse en el poder, desde su derrota parcial en la guerra del Golfo del 91, jugando las bazas del petróleo y de acuerdos parciales con aliados ocasionales, Francia, Rusia y EE UU.

El presidente Bush y su círculo íntimo de poder -los halcones ultraconservadores Cheney, Rumsfeld, Rice, Wolfowitz y Perle-, muchos de ellos ligados a fortísimos intereses económicos petrolíferos, habían decidido, hace meses, atacar Irak y aplicar el principio de guerra preventiva bajo la acusación de que Sadam Husein y su régimen poseían armas biológicas de destrucción masiva y eran un peligro para sus vecinos. El presidente Bush, cediendo a la presión de su secretario de Estado, la paloma (?) Powell, y a las necesidades políticas internas de sus principales aliados, el primer ministro Blair y el presidente Aznar, intentaron -con toda clase de argumentos, viajes y presiones- aprobar una resolución en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que legitimase el uso de la fuerza. No lo consiguieron y no se atrevieron a ponerla a votación, con lo que perdieron la legitimidad que el apoyo de las Naciones Unidas les hubiese otorgado.

En la cumbre de las Azores, Bush, Blair y Aznar escenificaron y materializaron, en mi opinión, una flagrante violación de la legalidad internacional y un desprecio absoluto a la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y a la propia institución, que dinamitaron desde la posición del inmenso poder hegemónico de EE UU, hoy representado por su presidente, George Bush; por un Congreso que con raras excepciones apoyó mayoritariamente la guerra, y por el pueblo estadounidense, al que han convencido -desde la conmoción sufrida por los salvajes atentados terroristas del 11 de septiembre a las Torres Gemelas- que es una guerra contra el terrorismo internacional.

Voces tan poco sospechosas como las del Papa y las de algunos miembros del Consejo de Seguridad como Chile y México fueron desoídas y no se aceptó que los inspectores de la ONU prolongasen su labor, ni siquiera por algunas semanas.

A partir del primer ataque de la coalición EE UU-Reino Unido, se han producido los acontecimientos inevitables y conocidos de todas las guerras: caos, muertes innumerables, niños destrozados, miles de personas huyendo a no se sabe dónde, prisioneros, pueblos y ciudades sin luz ni agua que se convierten en trampas mortales para sus habitantes, peleas por las ayudas humanitarias, destrucción de infraestructuras y bombardeos masivos. El futuro para el pueblo iraquí es desolación, muerte y miseria. Para los soldados de la coalición, la posibilidad de un féretro para volver a casa.

Todo lo sucedido, en nuestra aldea global mediática, ha sido seguido y evaluado, hora a hora, por la opinión pública, que ha reaccionado, a lo largo y ancho de todo el planeta, echándose a la calle en manifestaciones multitudinarias con los gritos de "No a la guerra" y "Paz".

Es esta España democrática que hemos construido trabajosamente entre todos, con nuestros aciertos y errores, la invasión de Irak ha creado una tensión que yo no recordaba desde hace muchísimos años.

El Gobierno de Aznar y el Grupo Parlamentario del PP mantienen, en solitario, una actitud de dificilísima, por no decir imposible, comprensión. Afirman convencidos que tienen la razón, que el tiempo se la dará como en otros asuntos, denuncian una confabulación electoral socialista-comunista para desgastar al Gobierno, "quieren ganar en la calle lo que no pudieron en las urnas", ignoran o minimizan las manifestaciones multitudinarias contra la guerra y, sobre todo, no reaccionan políticamente ante las inquietantes encuestas, que muestran lo que piensan los españoles de la gestión del Gobierno y de sus miembros en esta crisis y el lento pero continuo deterioro de intención de voto del PP, partido que nos gobierna legítimamente -con mi voto entre los millones que obtuvieron- desde su mayoría absoluta en el Parlamento, pero que parece embriagado de la verdad de su posición y ciego, sordo y mudo, aunque muy irritado, ante las propuestas y unidad de acción de sus antiguos coaligados parlamentarios y de la oposición.

El PSOE, el principal partido de la oposición y única alternativa, mantiene una postura de clara condena y denuncia a la alineación del Gobierno de Aznar con la coalición liderada por Bush y Blair, se opone frontalmente a la guerra, promueve y participa en todas las manifestaciones, pero muchos ciudadanos -entre ellos algunos socialistas- no comprendemos algunas coincidencias demagógicas con Izquierda Unida, pues rechazamos y denunciamos los insultos inaceptables de asesinos para los parlamentarios populares, las agresiones, pintadas y lanzamientos de huevos y pintura a las sedes del PP, el boicot sistemático de los actos electorales populares y las agresiones continuas a sus candidatos.

El secretario general Zapatero se equivoca profundamente, en mi opinión, al no condenar rotundamente esos actos y al no mostrar una absoluta solidaridad con sus adversarios políticos. Alguien debe actuar con grandeza en estos momentos y, a mi juicio, son perfectamente compatibles sus fundamentadas críticas a las posiciones del Gobierno de Aznar con la defensa inequívoca y solidaria de todas las sedes y miembros del PP. José Luis Rodríguez Zapatero es suficientemente joven para no contagiarse del resentimiento del ex presidente González -que nunca perdonó ni comprendió que sus errores finales le suicidaron políticamente y que un líder político como José María Aznar, un don nadie para él, le ganase en las urnas- y actuar pensando en el futuro, pues los ciudadanos, cada día mejor informados, necesitan tener confianza y seguridad en alguien que, en las próximas elecciones generales, aspira a ser presidente de Gobierno.

Después de las elecciones municipales y autonómicas nada será igual. El 25 de mayo es la hora de la verdad. Todos los que votemos, el índice de abstención será también significativo, decidiremos qué personas y partidos merecen nuestra confianza, después de cuatro años de actuación municipal y autonómica. ¿Podremos votar sin valorar esta guerra salvaje, una locura colectiva que desgraciadamente tendrá consecuencias muy graves, ojalá me equivoque, para la convivencia internacional, el terrorismo mundial y el rearme nuclear de ciertos países?

José A. Segurado es empresario y ex presidente del Partido Liberal.

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