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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Mi vida con 'Le Monde'

Mario Vargas Llosa

En los seis años que viví en París, leí religiosamente Le Monde, de lunes a sábado, a las tres de la tarde, en algún café de mi barrio. Mi admiración por ese periódico no tenía límites; me parecía encarnar todo lo que había hecho de mí, desde muy joven, un afrancesado convicto y confeso: su visión planetaria de la actualidad, su espíritu plural y abierto a la controversia, la seriedad de sus análisis; su rechazo del amarillismo y la frivolidad, la importancia que tenían las ideas y la cultura en sus páginas y su posición favorable a las causas de izquierda, sin por ello dejar de marcar una postura crítica frente al comunismo y la Unión Soviética. Era, por lo demás, uno de los pocos diarios -acaso el único en Europa- que en los años sesenta informaba sobre América Latina. Los artículos de Claude Julien dedicados a los problemas latinoamericanos eran, por lo general, rigurosos e iluminadores.

Cuando me mudé de París a Londres, a fines de los sesenta, seguí leyendo Le Monde, pero con menos entusiasmo que antes y de manera más crítica. Empezó a distanciarme de él la actitud sistemáticamente favorable del vespertino francés a las tendencias revolucionarias latinoamericanas -guerrilleras o no- aun en contra de gobiernos democráticos, a los que, como el de Fernando Belaunde en el Perú, las acciones insurreccionales de los grupos castristas contribuyeron a tumbar abriendo las puertas del poder, no al socialismo, sino a las dictaduras militares que en los años setenta se extendieron casi por todo el continente. El periódico mantenía un alto nivel intelectual, pero su línea ideológica me parecía representar ejemplarmente esa posición hemiplégica de tantos progresistas europeos, que defendían para sus países y Europa un socialismo democrático, pero, para América Latina y el Tercer Mundo, en cambio, la Revolución, o, en palabras de Gunter Grass, "seguir el ejemplo de Fidel Castro". En los años setenta ya no creo haber leído Le Monde sino excepcionalmente, sólo cuando ocurría algo grave en Francia. Este alejamiento me pareció más que justificado durante la campaña electoral peruana de 1990, en la que fui candidato, cada vez que, en las informaciones del prestigioso diario de mis amores juveniles, veía reproducidos algunos de los ataques y calumnias peores que fabricaban contra mí en el Perú los apristas y los comunistas.

Ahora bien, a mediados de los años noventa, mi secreto y algo traumático divorcio con Le Monde experimentó una reconciliación. Descubrí que nuestras posiciones -perdón por la petulancia- se habían acercado muchísimo hasta, en muchos temas, identificarse. El diario atacaba a la dictadura castrista y a otras satrapías de izquierda con tanta o más severidad que a las dictaduras militares de derecha, y, en economía, aceptaba el mercado, la empresa libre, la globalización, las privatizaciones. En otras palabras, el odiado liberalismo de antaño. En política, su compromiso con la democracia ya no abarcaba sólo al mundo desarrollado sino también al Tercer Mundo y su rechazo de los nacionalismos -incluido el francés- parecía bastante firme. ¡En buena hora! Volví a convertirme en lector de Le Monde y con satisfacción descubrí, alguna vez, que sus páginas hasta reproducían algunas de mis Piedras de Toque.

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Esta evolución de la línea editorial hacia lo que yo llamaría la modernidad democrática y el realismo político es una de las cosas que más reprochan a Le Monde los periodistas Pierre Péan y Philippe Cohen en su libro La face cachée du Monde. Su durísima inquisición pretende demostrar que, además de traicionar sus orígenes, el diario francés ha acumulado tanto poder e incurrido en tales prácticas que se ha convertido en una verdadera amenaza para la institucionalidad democrática de Francia. He leído (con esfuerzo) las 634 páginas del volumen y esta tesis no sólo no está probada en ellas: a menudo, el tipo de argumentación que pretende justificarla resulta autodestructiva. El peor de los capítulos es, a este respecto, el 19, "Ils n'aiment pas la France..." (No quieren a Francia), según el cual, insistiendo en retomar de tanto en tanto el tema de las exacciones y crímenes cometidos durante la guerra en Argelia o la complicidad de muchos franceses con el régimen de Vichy, Le Monde incurriría en una tarea derrotista y denostadora de la Nación, en algo equivalente ¡a la traición a la Patria! Los autores del libro parecen bastante mal informados sobre la cultura francesa, una de cuyas manifestaciones más admirables es, precisamente, esa capacidad autocrítica, que, de Montaigne a Sartre, de Pascal a Rimbaud, de Voltaire a Gide y de los surrealistas a Foucault, ha sometido sistemáticamente a una revisión implacable todas las instituciones, los sistemas, los valores, las ideas y las formas, gracias a lo cual aquella cultura se ha mantenido viva y actual. Que gracias a Le Monde los intelectuales y políticos franceses se despellejen a sí mismos, y revisen su pasado y lo confronten con el presente, es una saludable tarea profiláctica, tanto política como moral, en la gran tradición de la cultura francesa, y el mejor servicio que un diario puede prestar a la democracia.

Buena parte de las acusaciones que el libro de Péan y Cohen presentan como espectaculares revelaciones son de una gran ingenuidad pues parten de una premisa imposible, aquella que, según decía Sartre, establece que, aunque todos los mirlos sean negros, éste -Le Monde- tendría que ser blanco. Si un periódico adquiere una gran influencia, es decir una cuota determinada de poder, ¿cabe concebir que no lo use? En el paraíso de los utopistas, tal vez, pero no en esta cruda y dura realidad del siglo XXI. Le Monde, o, mejor dicho, los tres malvados de la historia -Jean-Marie Colombani, Alain Minc y Edwy Plenel, a quienes el libro acusa de haber establecido una dictadura totalitaria en el diario- parecen haberlo hecho, por ejemplo para conseguir ciertos privilegios fiscales para la empresa o para facilitar la adquisición de otros órganos de prensa, pero ninguna de esas operaciones tan laboriosamente descritas en La face cachée du Monde tiene el cariz delictuoso con que están presentadas ni parece exceder el marco frío y a veces cruel en el que funciona la competencia empresarial en una economía de mercado.

Hay, por otra parte, en el libro, el empleo de algunas armas vedadas, intolerables para la ética más elemental, como utilizar las biografías de los progenitores de Colombani y de Plenel -el primero fue, al parecer, partidario de la incorporación de Córcega a Italia en tiempos de Mussolini, y el segundo simpati-zante de los independentistas martiniqueses- como parte del contencioso del que se responsabiliza a los hijos. Ni más ni menos que si éstos llevaran en los genes que heredaron de sus antepasados la vocación delictuosa y antipatriótica.

El libro de Péan y de Cohen enumera muchos casos en los que, por antipatía personal, descuido, cálculo comercial o prejuicio político, Le Monde hizo daño, ofendió y causó perjuicios, a veces grandes, a determinadas personas. Estoy seguro que, en muchos de los casos citados, esto es cierto, y, por supuesto, criticable y lamentable. No debería ser así, desde luego, y ese género de abusos, que por desgracia son tan frecuentes, es bueno que sean denunciados y -si ha lugar- sancionados por la justicia, o, por lo menos, por la opinión pública. Si una sociedad es abierta y plural, y existe en ella una justicia digna de ese nombre, el riesgo de que este tipo de abusos se cometan, disminuye, aunque no desaparece, pero eso no tiene que ver mucho ya con el funcionamiento de las instituciones sino con la naturaleza de las personas, que, como sabemos, no son ángeles, sino seres impregnados de instintos, pasiones, ambiciones, vanidades, que irremediablemente se infiltran en el quehacer profesional y a veces lo condicionan. No debería ser así, claro está. Pero siempre lo ha sido y también lo fue, sin duda, en las épocas en que dirigía Le Monde el mítico fundador, Beuve-Méry, quien, según los autores, debe estar ahora revolviéndose de indignación en la tumba al ver en lo que han convertido su periódico. Pues yo creo, más bien, que si Le Monde hubiera seguido siendo, en la actualidad, ese periódico que según los autores fue al principio, receloso del dinero, de la competencia, de la expansión y la modernización, puritano y monacal, habría desaparecido ya hace tiempo barrido por el implacable mercado, o sobreviviría en los márgenes de la vida francesa, con un devoto e insignificante número de lectores, como un exquisito anacronismo.

Ese es el mundo en que vivimos, nos guste o no, y, a menos que elijamos el de la ficción -hermosísimo mundo al que yo dedico la mayor parte de mi tiempo, por lo demás-, en éste de aquí y de ahora, Le Monde, con todos los defectos que tenga y los errores y atropellos que haya podido cometer, es un magnífico periódico, uno de los pocos que ha sabido resistir a la horrenda marea del sensacionalismo y la banalización que ha ido destruyendo a tantos de sus colegas en Europa y en América, hasta hacer del periodismo un puro espectáculo, sin ideas, ni principios y a veces hasta sin gramática. Ese tipo de periodismo serio, de análisis y de debate intelectual, en cuyas páginas hay un esfuerzo cotidiano para hacer pasar a la actualidad por la criba de la razón y para trascender lo puramente episódico, tratando de distinguir lo sustantivo de lo adjetivo en la historia que se hace y deshace cada día, es ya una rara avis en nuestro tiempo y uno de sus más tenaces mantenedores es Le Monde. No sólo Francia, la información y la cultura a secas estarían peor sin él.

Desde luego, ni Le Monde ni institución alguna deben estar a salvo de la investigación y de la crítica. Pero la que llevan a cabo Péan y Cohen mucho más parece un acto de venganza que un examen desapasionado y objetivo del que llaman, con ironía, "el periódico de referencia". Su susceptibilidad es excesiva. Por ejemplo, a mí me acusan de haber echado incienso injustificado a la gloria de Jean-Marie Colombani, por haber comentado en esta columna, favorablemente, su ensayo Tous Americains?, algo que, según ellos, el diario me habría retribuído -en un pacto mafioso- con una buena reseña de mi última novela. Cuando la suspicacia llega a semejantes extremos la argumentación pierde seriedad y se convierte en una pura manifestación de inquina personal. "El periódico de referencia" sobrevivirá a este brulote y también, creo, mi momentáneo idilio con Le Monde.

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