No a la guerra
El pasado sábado 22 de marzo yo fui uno de los manifestantes que se vieron acorralados por varias docenas de policías antidisturbios armados con porras y escopetas de bolas de goma entre la Gran Vía y Montera. Ni yo, ni ninguno de los varios centenares de manifestantes que quedamos atrapados entre los dos frentes, ocultábamos la cara ni íbamos armados, salvo, quizás, como le hicimos notar a los agresores, con nuestras manos y nuestra razón. No fueron provocados, nada se les arrojó, nada; no fueron amenazados ni se les atacó.
Frente a sus armas y porras, nos mantuvimos en nuestro sitio porque, incomprensiblemente, tuvimos más dignidad que miedo. Quizás también porque entendimos que esa trinchera (la de la voz del pueblo frente a la represión de las armas) es la última que se puede abandonar.
A pesar de todo, cargaron, golpearon, machacaron y dispararon y, solamente después de la brutalidad más absoluta, tuvieron respuesta por parte de algunos manifestantes.
Yo estuve allí en primera fila y lo vi todo. ¿Podría decirme dónde estaban sus corresponsales? A juzgar por la crónica del pasado domingo, muy lejos de la primera línea de defensa de la libertad.
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