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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El derecho a la mirada

José Luis Pardo

La peculiaridad de los hombres que llevaron a cabo la Revolución de la cual aún hoy nos reconocemos herederos, el temple de quienes forjaron "el proyecto ilustrado" entre cuyos andamios (quién sabe si en trance de demolición o de edificación) vivimos, ha sido escrutado de muchas maneras. Jean Starobinski ha elegido, desde hace largo tiempo, una especialmente original: la que consiste en hacernos notar que aquellos revolucionarios eran, entre otras muchas cosas, espectadores teatrales y lectores de novelas. En el terreno de la sensibilidad, ello supone una mutación con respecto al antiguo régimen que no es menos notable que las que podemos observar en la sociología, las leyes, las ciencias o el ejercicio del poder político; y que, igual que ellas, puede describirse según lo que Michel Foucault consideraba un cambio radical "en la economía de la mirada". Aunque tendemos a imaginar la mirada moderna como metáfora de una subjetividad que intenta rasgar las apariencias, iluminar lo oscuro y obligar a las sombras a rendirse a la evidencia, el minucioso recorrido de Starobinski en El ojo vivo (equívocamente saludado en Francia, al publicarse su primera versión en 1961, como el anuncio de una nueva escuela de crítica literaria) nos muestra hasta qué punto el "derecho a la mirada" (locución que, en francés, se confunde con el "derecho de fiscalización") encarna a la vez el atrevimiento crítico que define al pensamiento moderno (sapere aude!) y todas las patologías clínicas que lo rodean y amenazan, desde el perverso deseo de ver o de ser visto que caracteriza al exhibicionista y al mirón como personajes cabalmente modernos, hasta las siniestras fantasías políticas del Gran Ojo a cuya mirada nada escapa o del Gran Espectáculo al que no se podría dejar de mirar. Y, sobre todo, nos enseña que la ilustración es más el relato de los fracasos de ese ojo que el de sus éxitos.

EL OJO VIVO

Jean Starobinski

Traducción de Julián Mateo Ballorca

Cuatro. Valladolid, 2002

210 páginas. 12 euros

La mirada que abre el libro

es la de los héroes de Corneille: mirada triunfante, se diría, porque en ella el resplandor que emana de las acciones admirables de los hombres (reluciente pero incierto, como las ambiciones burguesas) llega a alcanzar firmeza al encontrar la confirmación externa de su esplendor mediante la afirmación del rango (principio feudal de un orden inmutable), como cuando Carlos, en Don Sancho de Aragón, ve ratificada la grandeza de sus hazañas por el descubrimiento de su linaje noble. Pero mirada barroca, al fin, habitada por la angustia ante la posibilidad de un brillo que carezca de aquiescencia exterior: en tal caso, quedará únicamente "una sombra que se agita en vano en un tablado en el que sólo la muerte es segura". Racine muestra la otra cara de este resplandor secretamente tejido de tinieblas: no ya la mirada que nos domina, sino aquella con la que pretendemos dominar lo que amamos, y que sólo consigue hacer surgir las lágrimas en el rostro deseado, que sella con su llanto el fracaso de la voluntad de descubrir y poseer. Pero en este fracaso vence la que Starobinski llama "visión culminante": la mirada de piedad con que el espectador del drama cubre el rostro desnudo del que llora porque ha sido visto. Un trayecto semejante parece cumplirse en el desplazamiento del lugar del lector operado por la ilustración: las poéticas del periodo clásico buscan persuadir al lector, pero conciben la identificación como el descubrimiento de la identidad superior de los personajes del Libro sagrado, de cuyos papeles los hombres de carne y hueso no son más que actores ocasionales. Por eso, la novela, en la cual "la ley del corazón" parece funcionar por su cuenta, es vista por los moralistas clásicos como un arte disolvente y corrupto. Al contrario, el hombre de las Luces (representado aquí por Diderot) ve en la novela (representada para él por las de Richardson) no un medio de moralización, sino un instrumento de conocimiento moral y social en sí mismo, y precisamente por el motivo por el cual el moralista la reprueba: porque su energía revierte a la vida real como brújula para discriminar a los honrados de los villanos, sin ningún molde previo.

Pero el verdadero centro del

libro es el soberbio ensayo sobre Rousseau, quizá porque la reflexión -que es su tema- es el paradigma definitivo en donde la mirada ilustrada se juega su verdad. Descubrimos en él los orígenes de la enfermiza culpabilidad de Rousseau en la policía religiosa ginebrina, pero también su hallazgo del placer de arrepentirse, que este "Narciso sin espejo" potenciará hasta hacer del derecho a una alteración imaginaria de sí mismo la máxima reclamación de su identidad. Y descubrimos, sobre todo, el vínculo secreto entre las dos imágenes del filósofo que nos muestran los dos lados de su espejo: el paseante nostálgico de una unidad intuitiva con la naturaleza que le devolvería al estado de felicidad original, y el ciudadano razonador que redacta el contrato social que le aparta para siempre de ese estado. La segunda no solamente no se opone a la primera, sino que es su consecuencia: el fracaso de ese retorno al origen arroja al pensador al lento y penoso orden de las sucesiones lógicas e históricas, de la acción y del discurso; pero la imposibilidad de lograr por esta vía indirecta lo que se le niega por la de la inmediatez le condena a la ensoñación solitaria, sin que ninguna de las dos imágenes pueda nunca converger perfectamente con la otra. El mundo revolucionado que hemos heredado no es, pues, solamente hijo del arrojo y la voluntad de dominio, sino también de la reflexión de hombres atravesados por el saber trágico de su insoluble distancia con respecto a ellos mismos.

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