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ANÁLISIS
Columna
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Oficio de tinieblas

AL IGUAL QUE HICIERA la víspera el vicepresidente Rajoy con ocasión de las explicaciones de voto de los diferentes grupos parlamentarios sobre las proposiciones no de ley en torno al conflicto de Irak, el presidente Aznar subió el pasado miércoles a la tribuna de la Cámara con idénticos objetivos estratégicos: de un lado, sembrar la mayor confusión posible en torno a los compromisos bélicos ya adquiridos por su Gobierno; de otro, provocar a los socialistas para desplazar así el debate desde las responsabilidades -ciertas- del partido en el poder a las obligaciones -supuestas- del principal partido de la oposición. Pero todavía hay clases dentro del PP: áspero, desabrido y malencarado, el jefe del Gobierno fue claramente superior a su ministro en ese doble papel de prestidigitador y de camorrista.

Las agresivas intervenciones contra los socialistas del presidente y del vicepresidente del Gobierno en los debates celebrados esta semana en el Congreso tuvieron un carácter puramente electoralista

Aznar hizo descansar su intervención sobre una doctrina internamente contradictoria: sólo la amenaza creíble del recurso a la fuerza puede contener al régimen iraquí, pero a la vez resulta ontológicamente imposible que Sadam Husein llegue a desarmarse nunca. La hipotética esperanza depositada sobre el eventual exilio o derrocamiento del dictador tampoco sirve para explicar el hermetismo del Gobierno sobre sus planes militares: también en ese caso Irak sería muy probablemente ocupado. Los únicos motivos de Aznar para ocultar al Parlamento su decisión -ya tomada- de respaldar incondicionalmente los planes de guerra de la Administración de Bush son las incertidumbres sobre el momento y la cobertura jurídico-política del desencadenamiento de las hostilidades: Aznar vendería mejor su compromiso bélico si la guerra quedase amparada por un mandato del Consejo de Seguridad aprobado al menos por nueve miembros y libre de vetos (con independencia de que fuese el fruto de una extorsión estadounidense), en vez de constituir una acción preventiva unilateral de la Administración de Bush disfrazada de coalición de voluntarios con participación española.

Los puritanos obsesionados por los pecados de la lascivia no hacen sino proyectar inquisitorialmente sobre el prójimo sus reprimidas pulsiones sexuales: algo parecido le sucede al presidente del Gobierno cuando acusa a los socialistas de oponerse a la guerra por motivos electoralistas. Las furiosas embestidas lanzadas esta semana contra el PSOE en los debates del Congreso han obedecido pura y exclusivamente a esa causa; resignados tal vez a que la insensata política de Aznar sobre el conflicto de Irak les cueste el apoyo de los votantes centristas, los dirigentes del PP tratan de que esas eventuales fugas no beneficien a los socialistas, sino que se dirijan hacia la abstención. Pero al presidente del Gobierno se le fue la mano el pasado miércoles cuando afirmó -disfrazado de torvo gobernador civil de los años cuarenta- que el secretario general del PSOE es un compañero de viaje de Sadam Husein: una expresión policial que Manuel Fraga, presidente fundador del PP, solía utilizar contra la oposición democrática cuando era ministro de propaganda de Franco.

Esa ominosa acusación no fue el único exceso dialéctico del tenebroso Aznar, que intentó suplir la falta de argumentos con agresiones personales, soliloquios coléricos y mezquindades rastreras; su sesgada interpretación de la resolución 1.441 del Consejo de Seguridad ha sido puesto en solfa por la gran mayoría de los expertos españoles en Derecho Internacional. Tras ordenar días antes silencio al secretario de Defensa de Estados Unidos en un delirio de omnipotencia, Aznar trató de acallar con amenazas veladas a los portavoces de la oposición: en lugar de responder a sus preguntas, les acosó con infantiles o maliciosos dilemas. Y aunque el jefe del Gobierno atribuyese al patriotismo liberal de Azaña la inspiración de su vibrante llamamiento a que España abandone "el rincón de la historia" y se lance a la guerra contra Irak, el buñuelo retórico utilizado para justificar esa belicista apuesta lleva las marcas de la vocación imperial joseantoniana.

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