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Columna
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La excepcionalidad de Batllori

Tenía apariencia de tan sólo un viejecito pulcro, siempre amable y atento a las intervenciones de los demás. Pero en él había todo un fuego capaz de animar una mente de intereses muy plurales y de hacer posible una obra gigantesca no sólo por su volumen sino porque recorre todos los tiempos, desde la época medieval al siglo XX. Había también en él un orden y una erudición abrumadores pero también una intuición natural, por así calificarla, para, no pretendiendo guiarse por las modas historiográficas, estar siempre a la vanguardia. Sus estudios acerca de la cultura de los jesuitas que Carlos III expulsó de España podrían figurar como modelo en la lista de los que los historiadores de hoy eligirían como modelo y ejemplo.

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El autor de la evocación que el lector tiene en sus manos no pertenece a la historiografía catalana y no trató con asiduidad a Miguel Batllori pero me hizo el regalo de su amistad y gracias a él puedo escribir sobre su excepcionalidad en el panorama intelectual español, no tanto en el catalán. A veces me transmitía, a través de terceras personas, mensajes propios de un maestro del que yo no había tenido la oportunidad de gozar directamente. El primero, hace ya mucho tiempo, fue, medio en broma medio en serio, que mi mujer era mejor historiadora que yo. El último, que le había gustado un libro mío de hace un año; fue una gran alegría. Mi última carta, entusiasta, se refería a la tardía lectura de sus memorias, redondas y cerradas, como toda su obra.

Esa autobiografía revela la excepcionalidad de quien la escribió. Contiene mucha Historia a través de la mirada de un hombre que vio pasar delante de sí tantas décadas. Cuenta, por ejemplo, cómo su catalanismo más inmediato resultó sobrevenido: en su casa se hablaba castellano, porque su madre era cubana y sólo empezó a hablar catalán en la Universidad. Pero, sobre todo, el libro revela un carácter. Sus vínculos tan estrechos con el mundo intelectual no le impidieron una vocación religiosa jesuística que ideológicamente en su mayor parte se situaba en las antípodas integristas de aquel. Hubiera podido pasarlo muy mal por esta contradicción pero la sobrenadó con elegancia y serenidad durante muchos años, los peores sin duda en la posguerra. Hay un nomento en que, en sus páginas, explica en dos líneas por qué nunca se sintió atraído por el marxismo: se lo vedaba un liberalismo -postura prepolítica, intelectual- que fue en él fruto espontáneo y exhibido con discreción. Fue, en fin, un intelectual comprometido, sin alharacas ni gestos, en el momento en que había que serlo: en un pasaje escribe que él actuaba más cuando no había Constitución. Esta combinación -liberalismo, altura intelectual, catolicismo- es infrecuente en España; resulta, en cambio, una especie más habitual en Cataluña. Le vi la última vez en un acto en homenaje a Carrasco Formiguera en que participaban Manent y Duran i Lleida.

Pero la lección que hoy, como historiador, extraigo de su recuerdo nace de esa capacidad de distanciarse del objeto de estudio que es imprescindible en cualquier historiador. Para los que nos dedicamos al siglo XX siempre resultará una obra imprescindible la publicación que hizo del Archivo Vidal i Barraquer, en realidad toda una interpretación de la República y la guerra civil en sus preciosas notas que le costó muchos años y un enorme esfuerzo. Y, sin embargo, en sus memorias nos dejó una prueba de que no le había guiado el apasionamiento por el personaje al que juzgaba, por supuesto, acertado pero ante todo un hombre práctico capaz de seguir mas una táctica que una estrategia respecto al régimen republicano. Todos sus juicios eran tan matizados como éste.

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