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DESAPARECE UN MAESTRO DE LA LITERATURA
Columna
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Tito Monterroso

Tito Monterroso se las arreglaba siempre para hacer su viaje anual a España. Al menos una vez al año había una cena en Madrid, donde se daba repaso de todo lo que faltaba por hablar desde la vez anterior y Barbara Jacobs lo cuidaba de una manera que casi ni se notaba. Tito era pequeño y hablaba suave y con una cadencia a la que se adelantaba apenas un fondo melodioso de humor que lo acompañaba hasta que terminaba de decir las cosas. Y tampoco decía tanto, no era ese contador y contertulio que se impone sino que más bien, quizá porque se sentía seguro del cariño de la gente que lo rodeaba, tomaba la voz para apostillar o sentenciar o resumir, siempre con esa capacidad de justeza en la expresión y de última socarronería. Tito Monterroso era pequeño y de aire tímido, que prefiería no interrumpir y tampoco quería llamar la atención, pero que creaba alrededor un halo de expectación muy infrecuente. Hay una anécdota que lo muestra tal cual era: una dama mexicana se acercó a él en una recepción; tras unas palabras, ella, encandilada, le preguntó: "¿Y todos los escritores guatemaltecos son como usted?"; y el pequeño gran escritor respondió: "No, señora, los hay más chaparros".

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Pero el educado, cortés, amable y generoso Tito era un hombre valiente, vividor, de convicciones firmes, de enorme talento literario, que siempre hizo de la concisión, la sugerencia y el humor una bandera. Cuando a la literatura le cuesta pasar por digestiones creativas difíciles, gente como Monterroso es la que se encarga de recordarnos que el juego, lo lúdico, no sólo no está reñido con la seriedad y la exigencia sino que forma parte del corazón de la escritura, que no hay rayo sin relámpago, que la vida es una apuesta demasiado grave para tomarla sólo en serio. Y que la inteligencia, cuando se posee como él la poseía, es algo que jamás, bajo ningún concepto o pretexto, debe uno traicionar. Eso obliga mucho, claro, como lo obligaba a él. Así era quien era y escribía como escribía.

Tito Monterroso tenía, además, un punto de ingenuidad conmovedor del que no se deja engañar por falsedades, pero se admira ante las cosas inocentes. Una noche, en una cena casera, salió a relucir una palabra que lo deslumbró: fregona. Tanto él como Bárbara desconocían no ya la palabra sino el objeto. Daniel Samper, que estaba a la mesa, saltó de inmediato, se fue a nuestra cocina, regresó con la fregona y el cubo e hizo ante los atónitos ojos de la pareja una exhibición de uso del utensilio que incluso a nosotros mismos, sus propietarios, nos impresionó. Y Tito Monterroso se volvió a México con la convicción de haber accedido al conocimiento de uno de los grandes inventos. Lo hizo con la misma sencillez con que escribía varios de los textos más regocijantes, sugerentes, lúcidos y extremadamente modernos y universales que ha dado la literatura latinoamericana del siglo XX.

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