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Tribuna
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Jueces rigurosamente vigilados

En un lúcido e instructivo artículo publicado el pasado 21 de diciembre en EL PAÍS (que reconoce una versión expandida en una nota aparecida en la revista Claves del mismo mes), el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez se refería críticamente al supuesto de la neutralidad judicial. Describía entonces el accionar de los jueces españoles, inmediatamente luego de la dictadura franquista; el de muchos jueces alemanes durante la república de Weimar; el de una mayoría de jueces italianos hasta bien entrada en vigor la Constitución italiana; el de tantos jueces chilenos desde los tiempos de Salvador Allende. En todos los casos, el parámetro parecía ser el mismo: jueces que tomaban como posición de reposo una "generosidad extraordinaria" hacia las políticas más conservadoras y autoritarias, mientras hacían un llamado a la "neutralidad" en las épocas de pluralismo ideológico. Jueces que rechazaban todo compromiso con los derechos fundamentales en nombre del "apoliticismo", mientras contribuían a imponer sus propias concepciones del bien en materias como el aborto o el adulterio. Frente a dichos repudiables antecedentes, Ibáñez concluía con un mensaje esperanzador, basado en los progresos que, de hecho, se habían ido dando dentro de la propia magistratura, gracias a la honestidad intelectual y la toma de conciencia de las nuevas generaciones de jueces -un cambio promovido, al menos en parte agregaría yo, a partir del saludable activismo de algunos juristas entre los cuales merece incluirse al propio Ibáñez-.

En lo que sigue, de todos modos, quisiera tomar el ejemplo de la justicia argentina, no sólo para continuar con la ilustración que comenzara Perfecto Ibáñez acerca de lo que la justicia no debiera hacer, sino fundamentalmente para referirme a los riesgos que todavía abre frente a nosotros la organización judicial, y recuperar así algunas preocupaciones que no debiéramos abandonar en estos tiempos (globales, digamos) de reorganización institucional. Me interesará decir que, alarmante y sorprendente como es, el ejemplo argentino pertenece todavía a este mundo. En todo caso (y en parte gracias a su inestabilidad política, y por ende legal / judicial), este ejemplo sólo exagera hasta la caricatura comportamientos reprochables que encontramos en el pasado reciente de muchas naciones "avanzadas" y que -según diré- no hay razones para pensar erradicados de la vida legal de las mismas.

Para comenzar con el ejemplo argentino diría que, desde que el ex presidente Menem aumentara el número de los miembros del más alto tribunal de cinco a nueve miembros, la Corte Suprema nacional hizo casi todo lo que la ciudadanía pudo soñar en la noche de su peor pesadilla. Así, en momentos de máxima fragilidad democrática, el tribunal superior equiparó la validez de las normas de facto con las normas democráticas (caso Godoy); reconoció la constitucionalidad de los indultos dados a los asesinos del proceso militar, y bloqueó en lugar de promover las investigaciones sobre los atentados terroristas contra la mutual y la Embajada de Israel en el país. En momentos de preocupación colectiva por el empobrecimiento de nuestro debate público, legitimó la validez de los "decretos" presidenciales (caso Peralta) en materias que la Constitución había reservado al Congreso (alegando, para peor, que en momentos de crisis no se podía confiar en los órganos pluripersonales). En momentos de extrema debilidad de nuestra estructura republicana, consideró constitucionalmente irreprochables las maniobras presidenciales destinadas a desplazar a jueces críticos o a suprimir organismos de control (caso Juez Del Castillo, caso Molinas). En momentos de naciente pluralismo consideró constitucional la denegación de la personería jurídica a la comunidad homosexual argentina (caso C. H. A.), y ordenó implementar el derecho de réplica sólo en el insólito caso Ekmedjián (aunque no en otros más justificados), cuando un abogado conservador dijo sentirse agraviado por expresiones que escuchara en un medio televisivo en relación con la Virgen María. En momentos en que celebrábamos la internacionalización de los derechos humanos, el tribunal desarrolló una jurisprudencia contradictoria (también aquí), para apelar a los tratados internacionales -increíblemente- a los efectos de restringir en lugar de expandir los derechos individuales (caso Bermejo).

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Cito tales casos para no considerar las explícitas declaraciones de algunos de sus miembros en favor del ex presidente Menem (y la "indeclinable decisión" de los mismos de no excusarse en la decisión de los numerosos casos penales que tuvieron a aquél como protagonista); o la subrepticia maniobra de uno de ellos, que decidiera "arrancar" (¡!) una sentencia de la Corte que aparentemente molestara al entonces superministro Cavallo (dando lugar a lo que la picardía comenzó a llamar desde entonces el "derecho de arrancatoria"). Cito tales casos para no tomar en cuenta otras acciones promovidas por los integrantes de esta llamada "mayoría automática", como la de autobeneficiarse a través de sus fallos, excluyéndose del pago del impuesto a las ganancias que obligaban a pagar a todos los demás; la de declarar inconstitucional la reforma constitucional de 1994 (sic) en un artículo que podía afectar a uno de sus miembros (caso Fayt); o la de hacer uso (creáse o no) de los bienes que ordenaban secuestrar en el trámite de causas judiciales (especialmente coches lujosos).

Una vez que repasamos esta "galería del horror" judicial, deberíamos contenernos antes de sonreír condescendientemente ante el cariz tomado por el caso argentino. Ello, no sólo porque, como bien describiera Perfecto Ibáñez, situaciones como las citadas (de abuso judicial, apoyo al terror estatal, imposición de la propia religión al resto de la comunidad) no son ajenas a la historia cercana de una mayoría de países "avanzados", sino fundamentalmente porque tales países tampoco cuentan con resguardos institucionales apropiados para impedir que tales situaciones vuelvan a sucederse. Y es que, más allá de la personalidad criminal o los comportamientos penosos hasta el patetismo de algunos de los jueces argentinos, la estructura judicial de la Argentina no difiere, en lo que importa, de la de otras comunidades. En la Argentina, como en tantos otros casos, se concede a los jueces un poder extraordinario: se les asigna la tarea de revisar la constitucionalidad de las leyes (lo que implica, de hecho, autorizarlos a intervenir en todo caso de relevancia pública); se les confiere el derecho a interpretar, en última instancia, el significado de la Constitución (asegurándoles a los jueces el derecho a pronunciar la "última palabra" institucional); y se les fija periodos de mandato extensos (si no se los convierte en inamovibles). Conviene advertir el significado de lo dicho: los jueces pueden intervenir frente a los conflictos públicos más importantes para decirnos de qué modo debemos interpretar la Constitución, en un contexto en el que carecemos (como carece la doctrina legal contemporánea) de todo acuerdo significativo en materia interpretativa. Esto implica, para expresarlo a través de un ejemplo sencillo, que artículos constitucionales aparentemente tan claros como el que consagra la libertad de expresión pueden ser (y de hecho lo son) interpretados por algunos jueces como compatibles con la publicación de mensajes terroristas, racistas o pornográficos, y por otros, razonablemente, como incompatibles con tales expresiones. En definitiva: gracias a las incertezas que existen en materia interpretativa, los jueces pueden tomar sus decisiones con un margen de maniobra extraordinariamente amplio.

¿Y qué controles se han puesto o pretenden poner (en la Argentina, en los Estados Unidos, o en la nueva Europa) frente a tales poderes fabulosos? Controles también fabulosos, se podrá suponer. Pues no, lo cierto es que no contamos casi con ningún control sobre la justicia, ni se prevé la creación de los mismos. Desde ya, y como resulta habitual, los controles "externos" o populares resultan inexistentes: como ciudadanos no podemos remover a nuestros jueces o "votar" en su contra. Por otra parte -y pensando ahora en los controles "internos" al sistema institucional-, en la práctica resulta casi imposible remover a un juez (muy especialmente en el caso aquí bajo examen, el de los jueces superiores). Ello, no sólo porque delitos gravísimos, tales como el pago por sentencias favorables (relativamente comunes en países jurídicamente débiles) son muy difíciles de probar; o en razón de que el juicio político o impeachment resulta normalmente muy difícil de implementar (como se comprobó una vez más en la Argentina, hace pocos días, cuando los jueces de la Corte vencieron a las iniciativas legislativas en favor del impeachment, nada más ni nada menos que amenazando al Estado con dictar sentencias millonarias en su contra, en las causas sobre el corralito). La dificultad de controlar a los jueces se debe, ante todo, a que en una mayoría de casos ellos no aparecen cometiendo ningún delito: gracias a la amplia discrecionalidad de la que gozan, a la hora de interpretar la Constitución, los jueces (en la Argentina y más allá de ella) siempre tienen la posibilidad de revestir a sus decisiones con una pátina constitucional: "Esta decisión que a muchos de ustedes horroriza -pueden decirnos nuestros jueces, sonrientes y amables- es perfectamente compatible con una interpretación posible de la Constitución". Es decir, no contamos (en la Argentina y más allá de ella) con ninguna herramienta institucional para reprochar a los jueces por el contenido, quizás horrendo, de sus sentencias. Vaya paradoja la de las democracias modernas: la ciudadanía puede quedar simplemente incapacitada para llevar adelante sus convicciones más meditadas, mientras que jueces que ella no ha elegido pueden imponerles, más o menos discrecionalmente, su voluntad.

Frente a este panorama seriamente amenazador, resulta sin duda una buena noticia la que Ibáñez comenta, esto es, el hecho de que en muchos países los jueces honestos y comprometidos comienzan a ser mayoría. Pero como nos ha enseñado James Madison, a la hora de evaluar o pensar en el diseño de nuevas instituciones no podemos descansar en la buena fortuna de contar o seguir contando con funcionarios honestos: si las instituciones no están preparadas para reaccionar frente a los "casos trágicos", ellas no sirven de nada (ya que en un Gobierno de ángeles, como decía Madison, las instituciones sobran).

¿Y qué decir, finalmente, frente a casos como el argentino, en donde los "buenos" cambios aún no se han producido? ¿Deben los buenos ciudadanos esperar al surgimiento de una camada de jueces probos, como los que aparecieron en muchas sociedades "avanzadas", mientras -a pesar de su movilización cotidiana- son diariamente castigados con la manipulación del derecho, con abusos escondidos detrás de tramposas citas leguleyas? ¿O deben, por ser demócratas y por ser honestos, resistirse a cumplir con un derecho que no ha venido a hacerlos más libres, sino a sojuzgarlos?

Roberto Gargarella es profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política y autor de La justicia frente al gobierno (Ariel, Barcelona).

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