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Cavero, patricio

"Individuo que, por su nacimiento, riqueza o virtudes, descuella entre sus conciudadanos". Es la cuarta acepción que de patricio da el DRAE y es la más exacta definición de Íñigo Cavero Lataillade como hombre público.

De la cortesía supo hacer un instrumento de cordialidad. Sus buenas maneras las empleó para ser un admirable componedor de posturas concordes y muñidor de consensos. Quienes convivimos con él en UCD sabemos que muchas de las más conflictivas e ineludibles medidas de aquella época, mientras estuvieron en sus manos, no provocaron polémica alguna, porque Cavero quiso ser permanente puente de entendimiento, no siempre bien utilizado, entre posiciones diversas. Con la misma elegancia actuó después, tanto para integrar como para discrepar sin nunca cortar las vías del entendimiento e, incluso, para amparar posiciones que no compartía, pero que sabía respetar e, incluso, valorar.

Sus caudales le sirvieron para mantenerse independiente de cualquier prebendalismo alienante y comportarse con una generosidad sin par, de la que también da cuenta la historia, aún por escribir, de la crisis de UCD. Como de los honoratiores, esa especie de la fauna política desdichadamente en extinción, decía Max Weber, pudo vivir para la política sin tener que vivir de ella.

En cuanto a sus virtudes públicas quiero destacar tres. Primero, el realismo que le hizo posibilista ("no se deben dar más batallas que las que se pueden razonablemente ganar", le oí decir), pragmático, pactista y modesto también. Un temprano y constante opositor al autoritarismo, de impecable trayectoria democrática, no tenía empacho en reconocer en público: la oposición democrática de derechas era tan fuerte que hubo de concurrir a las primeras elecciones en las listas del secretario general del Movimiento. Pero esa misma actitud le permitió ser un activo permanente de la política española, presente en ella durante un cuarto de siglo con un balance positivo allí por donde fue.

Segundo, la coherencia. Democristiano desde la juventud, nunca renegó de su posición ni pretendió saltar fuera de su sombra, y si militó en ocho formaciones políticas distintas dentro del mismo espectro político, a todas ellas llevó su impronta ideológica. Y una pizca de saludable escepticismo le hizo, además, evitar cualquier dogmatismo y ser tolerante y comprensivo con toda discrepancia.

Tercero, su apasionada y más que desinteresada dedicación a la cosa pública, tanto en sus aspectos políticos como sociales -del Gobierno a la Univer-sidad-. Nunca la necesitó como medio de vida o trampolín en la escala social, pero se entregó a ella con una pasión desbordada en frenética actividad. Para mí, que me honré con la amistad de Cavero durante muchos años y que trabajé con él -en la coincidencia y la distancia, en las Cortes y la Administración-, había en su actitud un mucho de juego sublimado en honesto servicio. Pero ésa es, precisamente, la actitud patricia por excelencia, la entrega lúdica y fecunda a lo público. Lo que se entiende por interés de la Ciudad.

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Descanse en paz Íñigo Cavero, pero no dejemos sepultar sus virtudes, tanto más valiosas cuanto escasas.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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