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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Regreso a Slumberland

En menos de una década, dado que la primera exposición personal, realizada en París, se remonta apenas al año 1996, Javier Pérez (Bilbao, 1968) se ha consolidado como una de las figuras de mayor impacto de nuestra escena reciente. Así lo avala, desde la inquietante propuesta para el Espacio Uno del Reina Sofía hasta la cosecha de lágrimas vítreas suspendida en el pabellón español de la última Bienal de Venecia, la pulsión visionaria desplegada por el escultor vizcaíno en apuestas de impecable ejecución y deslumbrante eficacia dramática, algo que, por más que su obra cargue la suerte en el efecto, en un tiempo marcado por la primacía de lo espectacular, dista, en cualquier caso, de resultar impropio.

JAVIER PÉREZ

Galería Salvador Díaz

Sánchez Bustillo, 7. Madrid

Hasta el 30 de diciembre

Cuatro piezas monumentales, junto a otra de crin de calibre más ligero y algún dibujo, trabajos fechados en el curso de los cuatro últimos años, componen esta nueva e impactante muestra personal, la segunda que el artista presenta en el espacio madrileño de Salvador Díaz. Al entrar a la galería nos acoge una ciclópea cama de hierro y pasta de modelar, que se estira como chicle fugando en vertiginosa perspectiva, como induciendo al espectador a abismarse hacia un remoto e incierto confín. Un confín, cabría a renglón seguido sospechar, que no parece otro sino aquel Slumberland ideado por Winsor MacCay, país del ensueño o de la duermevela, el más fabuloso lugar de los cielos, a decir del clownesco personaje que urge a Little Nemo a acudir a la audiencia reclamada por el rey Morpheus, en la primera de las planchas que el genial dibujante americano publicaría, semana a semana, en la edición dominical del New York Herald, durante el segundo lustro del pasado siglo. Slumberland, territorio del non sense y de la peripecia paradójica, pero también ante todo, en su condición de lugar natural del flujo onírico, tiempo donde quedan en suspenso las leyes de la física y la mecánica de Newton.

Así ocurre, al menos, en el nudo argumental de las dos proyecciones que centran el recorrido escénico de la muestra, con la gravedad abolida por el personaje que arroja al aire las burbujas de la Levitas de 1998 hasta formar una constelación de mónadas de cristal; o como hipertrofiada, por el contrario, hasta la exasperación, en el esfuerzo de ascender los descomunales e inacabables peldaños del bucle dibujado por el perpetuum mobile de 1999, un escenario en definitiva idéntico al que el Nemo de MacCay enfrentaría en una página publicada, un domingo de mayo, justo nueve décadas antes.

Y ya en la planta superior de la galería, la gran mesa cubierta de anacaradas vísceras de porcelana, una instalación realizada por Javier Pérez en 2000 para el de Limoges, prolonga en intensidad la sensación de asistir a un errático deambulatorio de sonámbulos. Brillante, sin duda, en todas y cada una de las secuencias encadenadas, la exposición avala la talla del escultor vasco, que sobrevuela muy por encima la tediosa rutina acumulada en estos tiempos por el paisaje circundante.

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