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Columna
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Enfermos

Otra desolación de la quimera: los indios que se encontró Colón cuando arribó a las costas americanas estaban hechos polvo. Lo certifican las últimas investigaciones arqueológicas: ninguna compañía sanitaria les hubiese admitido como asegurados. Muchos pensaban -como Sabino Arana- que los conquistadores españoles habían irrumpido con sus taras y vicios en las tierras virginales de América igual que los malvados castellanos, gallegos y andaluces invadieron varios siglos después con su vocabulario y sus navajas el oasis foral. La infraliteratura costumbrista bilbaína, que sólo Jon Juaristi ha tenido el humor y el valor de estudiar, sembró a conciencia el mito. Los tenderos y horteras bilbaínos, pese a todo, estaban tan enfermos como los incontaminados indios de las Indias que ahora radiografían los investigadores con escáneres de última generación.

El presente es ingrato y, por lo tanto, hay que buscar en el pasado o en el porvenir el paraíso imposible

Las edades de oro son tan falsas como duros de plomo. Los indios se morían como perros y los bilbaínos de finales del siglo XIX eran tan miserables y mendaces como cualquier mortal en cualquier tiempo. Las supuestas Atenas culturales de Bilbao y Vitoria se sustancian en alguna revista que no leía nadie y en las ideaciones de cuatro publicistas diletantes. Pablo Bilbao Arístegui, que acaba de morir discretamente a sus ochenta y siete años en Bilbao con la memoria intacta, discípulo predilecto de Juan Ramón Jiménez y amigo y confidente de Blas de Otero, me recordaba poco antes de morir que el famoso Grupo Alea bilbaíno, que él capitaneó, nunca tuvo las dimensiones que con el tiempo se le adjudicaron.

El presente es ingrato y, por lo tanto, hay que buscar en el pasado o en el porvenir el paraíso imposible. Lo señalaba Tzvetan Todorov en un reciente ensayo publicado en España con el título de Memoria del mal, tentación del bien. Los totalitarismos del viejo siglo XX prometieron el paraíso en la tierra y se saldaron con la deportación, tortura y muerte de millones de seres humanos. No hay paraísos perdidos y, lamentablemente, cada vez que alguien trata de ganarlos nos acerca algo más al infierno.

Contra lo que pensaba Hans Castorp, protagonista de La montaña mágica, la enfermedad no parece una forma depravada de la vida. La enfermedad es nuestra condición. El hombre nace enfermo. No sabemos si nace naturalmente bueno o con instintos de depredador antes del primer cambio de pañales. Lo que sabemos -lo recuerda ese espléndido poeta que es Javier Irazoki- es que nacemos con la semilla de la muerte dentro. La vida convertida en una larga enfermedad letal. Pasa lo mismo con la literatura.

Es el mal de Montano que Enrique Vila-Matas disecciona en su última novela, galardonada con el Premio Herralde. La escritura se puede convertir en una droga dura que obliga al escritor, cada vez que le acucia el síndrome de abstinencia, a jugarse la vida por una papelina de palabras o una dosis de letras. Indios ardiendo de disentería, escritores heridos o vicepresidentes del Gobierno enfermos de retórica administrativa.

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