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El humor podría ser nuestra única esperanza

Las elecciones eran mejores en el pasado. No lo digo en el sentido de que solían ganar los partidos a los que yo apoyo. En el pasado, el ambiente de festividad o tragedia era más intenso; la sensación de pertenecer a una nación aislada del mundo y el espíritu de desastre y celebración se sentían más profundamente. La noche de las elecciones, todo el país se reunía en casa, o los hombres en las casas de té, y con gritos y risas disfrutaban del placer, o más a menudo la pena, causados por el lento goteo de resultados electorales.

Quizá el gustillo del asunto estuviese en el lentísimo ritmo del cómputo, de tal forma que hasta la mañana siguiente no sabíamos con claridad quién nos iba a gobernar. En aquellos días, las papeletas de voto se llevaban en burro desde diminutas y remotas aldeas sin carreteras, o siquiera teléfono, a las ciudades; a veces la nieve bloqueaba las carreteras, o en la oscuridad de la noche, los lobos atacaban a los funcionarios electorales que custodiaban las sacas de votos. Y tampoco era inusual que miembros de partidos enloquecidos, implacables y fanáticos robasen las urnas. 'Esperad a mañana', decían los congregados en torno a la radio. 'Los votos de las aldeas cambiarán los resultados'.

El domingo día 3 por la noche, con el mismo humor nostálgico, me preparé un té con galletas, y a las diez encendí la televisión para ver los resultados electorales. Pero, ¡quién lo iba a decir!, los resultados eran ya seguros. El Partido de la Justicia y el Desarrollo de Tayip Erdogan, en otro tiempo orgulloso islamista, había arrollado a todos los demás partidos pequeños, obteniendo el 35% de los votos. Quizá no haya obtenido la mayoría de dos tercios necesaria para cambiar la Constitución, pero si pone todo su empeño y convence a unos cuantos independientes durante los cinco años en el poder que le quedan por delante, puede enmendar los artículos que hacen referencia al laicismo en la Constitución turca y restringen la participación del islam en la política y el papel de la religión en la sociedad.

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Por el momento no parece tener tal intención. En un debate televisado con su rival más cercano, el moderado izquierdista y principal estadista del Partido Republicano del Pueblo (fundado por Ataturk), se mostró extremadamente moderado. A diferencia de los dirigentes del Partido Conservador de mi niñez, Erdogan no habló de religión ni de Dios. Temeroso de un golpe o de una intervención militar, insiste en que se califique a su partido de conservador, más que de islamista. Además, los escribanos del orden establecido, el mundo estatal y empresarial, se esfuerzan por atraerlo hacia un curso moderado estableciendo (quizá correctamente) que el adjetivo 'islamista' no es adecuado para él. Dado que modificar las ideas de uno o aparentar abandonarlas por completo es un hábito no sólo de los periodistas, sino también de los políticos en Turquía, podríamos concluir que estar en el poder ablandará a Erdogan. Las incómodas identidades nuevas que se adoptan por temor a los soldados por lo general acaban transformándose en una forma de vida.

El principal problema de Erdogan es que, a pesar de haber alcanzado una victoria tan espectacular en las elecciones, no puede asumir el poder. Mientras ejercía el cargo de alcalde de Estambul, con un programa más islamista, fue sentenciado a prisión por recitar un poema militante, semiislamista y semikitsch. Abandonó su cargo y cumplió en silencio su condena. Como consecuencia de ello, no era elegible para el Parlamento en estas elecciones. Al líder del partido que más votos ha recibido le piden ahora que abandone el liderazgo por razones legales, y ni siquiera es miembro del Parlamento. Pero los observadores turcos y occidentales prestan atención a cada una de sus palabras.

No se puede decir que los políticos occidentales, que con razón denuncian a Turquía por cuestiones como la brutal violación de los derechos humanos, la tortura que todavía se mantiene como algo habitual y la supresión de la cultura kurda, hayan prestado demasiada atención a Erdogan durante los años que pasó en la cárcel. Quizá los observadores occidentales, como los periodistas turcos que guardan silencio por temor al Ejército o porque su colaboración con el Estado es demasiado estrecha, esperasen que se olvidara a este desgraciado islamista político. Pero, como les ha ocurrido a muchos políticos turcos de izquierda y derecha, el que lo enviasen a la cárcel despertó una apasionada devoción por Erdogan entre las masas pobres y conservadoras.

Desde las elecciones, no se ha hablado mucho de estas cosas en las calles y en las tiendas de Estambul. Al igual que solían hacer los generales tras los golpes militares, Erdogan anunció inmediatamente después de las elecciones que llegaría a un acuerdo con el FMI y no alteraría el curso de la política exterior turca, aliviando así un tanto las ansiedades del gran capital. Todo el mundo desea creerle un poco y, por el momento, posponer el temor, porque la mayoría del pueblo no votó esta vez basándose en cuestiones económicas o culturales racionales, sino para castigar a la anterior coalición de Gobierno, que había producido la mayor crisis económica de la historia reciente de Turquía y que, al tiempo que empobrecía más a los millones de pobres y les dejaba sin trabajo, enriquecía todavía más a un puñado de ricos.

En vista de los problemas que acosan al país, parece que todos están reviviendo el sentimiento de 'unidad nacional' que marcaba las antiguas elecciones. Pero lo único que les une es el odio a la antigua coalición. En un país abrumado por los problemas, hundido en la deuda, y con millones de parados y pobres, tal vez el humor sea lo único que puede distraernos de los desastres aún mayores que quizá nos acechen. O a lo mejor recordar con nostalgia las antiguas elecciones sirve para lo mismo.

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