La memoria y sus guardianes
El 28 de octubre de 1982 constituye uno de los mayores hitos de la historia del PSOE y de la democracia española contemporánea. Jamás un partido ha contado en España con tanto apoyo popular como el que recibimos aquel día los socialistas -el 48% de los votos, con el 80% de participación-. Tampoco es probable que haya muchos líderes políticos nacionales que reciban unas muestras de entusiasmo y de cariño tan intensas como las dirigidas hacia Felipe González en aquellos años. No parece, además, que pueda repetirse fácilmente en el futuro previsible una movilización electoral de esa magnitud, en la que, además del potente atractivo popular de nuestro candidato y de nuestro proyecto político, tuvieron que ver las circunstancias muy particulares por las que atravesaba nuestro país. Sin analizarlas, es muy difícil explicar la avalancha de votos que desembocó hace ahora veinte años en las candidaturas del Partido Socialista.
Hoy ya se puede contemplar con cierta perspectiva lo que sucedió entre 1982 y 1986 y compararlo con lo que ocurre ahora
España reflejaba en ese periodo las luces y las sombras propias de un proceso de transición inacabado. Bajo los Gobiernos centristas se habían producido avances de enorme trascendencia, el mayor de todos ellos la aprobación de la Constitución; pero también quedaban por resolver algunos problemas muy graves. El primero, la precariedad y falta de solidez de las instituciones democráticas. Vivíamos en una democracia vigilada y frágil, que sin haberse recuperado del shock del 23-F seguía sometida a nuevas intentonas golpistas y a las continuas acometidas del terrorismo etarra. La Administración pública era ineficaz -el caso de la colza lo había puesto una vez más de manifiesto-, estaba desmoralizada y dotada con muy pocos recursos. Cuando Felipe dijo en televisión que el mejor resumen de su proyecto político era hacer 'que España funcione', lo entendió todo el mundo. A todo ello se añadía una crisis económica que estaba destruyendo el empleo y el tejido productivo; la inversión se había paralizado y la extrema debilidad de los últimos Gobiernos de UCD llevó al aplazamiento sine die de muchas decisiones imprescindibles. En fin, el partido gobernante estaba cada vez más fragmentado y era incapaz de superar una crisis interna que, poco después de su estrepitosa derrota, le llevó a su desaparición.
Ante ese panorama, los socialistas nos habíamos convertido en el centro de todas las miradas. Desde que en 1980 planteamos la moción de censura a Suárez, encarnábamos la 'alternativa de poder' por antonomasia. Estábamos impacientes por gobernar, pero también eran cada vez más los que creían que lo mejor que podía pasar era que pudiésemos hacerlo cuanto antes. Representábamos a una gran mayoría de la izquierda sociológica, pero también a otros sectores menos ideologizados que sentían la urgencia de que se produjese la alternancia. El PSOE del 82 era sin duda un sinónimo de modernidad y de ambición de futuro, y al mismo tiempo se había erigido en un claro referente para la gente sencilla, que aspiraba a situar al frente del Gobierno a quienes no estábamos ligados, ni por supuesto supeditados, a los llamados 'poderes fácticos': la gran banca, los militares, la Iglesia, las élites tradicionales. En fin, la confianza en el liderazgo de Felipe desbordaba ampliamente los confines tradicionales de la izquierda y de nuestro electorado; los jóvenes le consideraban uno de ellos, los mayores le escuchaban con emoción, y las clases medias le veían como un político moderado y realista.
Cuando se conocieron los resultados del 28-O por boca de Alfonso Guerra, tras esperar en vano las noticias de un Ministerio del Interior que había enmudecido, se desbordó la alegría entre los que estábamos en el hotel Palace y en millones de personas que seguían por televisión la noche electoral. Sin embargo, junto a una gran esperanza se palpaba también cierta prevención ante la reacción que pudiesen tener los sectores involucionistas; y mucha gente todavía tenía dudas de lo que podría suceder al hacerse cargo del Gobierno unas personas tan jóvenes e inexpertas. Por aquellos días, un portavoz de Alianza Popular se atrevió a predecir que no duraríamos más de seis meses en La Moncloa, pese a nuestros 202 diputados.
Los miembros del primer Gobierno socialista éramos muy conscientes de que no sólo se nos exigía responder a las expectativas de cambio que se habían despertado, sino que también debíamos preocuparnos de proporcionar seguridad a quienes se habían sentido inquietos ante el vuelco político que se acababa de producir. Por eso gobernamos con autoridad, demostrando capacidad para tomar decisiones difíciles, lo que no estaba reñido con una gran moderación en asuntos como la política económica, la política exterior y los temas ligados a la seguridad ciudadana. Todo lo cual no fue obstáculo para imponer desde el primer día un fuerte ritmo de reformas -educativas, laborales, económicas, militares, jurídicas, administrativas, etcétera- y plantear una idea de España plural, europea, abierta y sin complejos.
Dos décadas más tarde, el legado de los Gobiernos de Felipe González impresiona. Durante su mandato se consolidó definitivamente la democracia, España pasó a formar parte de la Comunidad Europea, se efectuó una parte sustancial del desarrollo autonómico, se modernizaron el sistema productivo y las actitudes de la sociedad española, se elevaron los niveles de protección social y se universalizó la cobertura de los principales servicios públicos. La imagen de España en el exterior cambió radicalmente y a mejor, y la autoestima de los españoles superó de una vez por todas los complejos arrastrados desde el siglo XIX. Sin duda, en esos trece años y medio se produjeron también algunas decepciones -la persistencia del paro fue la principal de todas ellas- y surgieron algunos casos muy sonoros de corrupción. Éstos acabaron empañando la imagen final de lo realizado a lo largo de ese periodo, pero de ninguna manera pueden llegar a desequilibrar un balance del que muy justamente nos podemos sentir orgullosos. No fue casualidad el hecho de que, desde 1982, volviésemos a ganar las elecciones en tres ocasiones sucesivas, protagonizando un periodo de estabilidad política que no tiene parangón en la experiencia democrática de los dos últimos siglos.
Quizás en otros países bastaría con lo anterior para dejar a los historiadores que hagan su tarea con objetividad. Pero aquí las cosas todavía siguen siendo distintas a este respecto, y algunos detractores tenaces de nuestra labor llevan tiempo intentando por todos los medios imponer una visión sesgada de lo ocurrido en aquellos años. En concreto, el PP ha desplegado un esfuerzo considerable, antes y después de su triunfo electoral de 1996, para intentar cubrir con un espeso manto todos los logros conseguidos por Felipe González y sus Gobiernos. Cualquier oportunidad es propicia para que los portavoces de la derecha intenten sistemáticamente la descalificación de quienes les precedimos. En el discurso habitual de Aznar, todo lo bueno que tenemos en España es obra suya o, alternativamente, fruto de quienes gobernaron antes de 1982. Sus análisis, sectarios hasta la grosería, suelen considerar mucho menos relevante la línea divisoria entre el antes y el después del final de la dictadura franquista que la operación consistente en aislar el nefando periodo 1982-1996 del resto de la historia de España.
Menos mal que el tiempo pasa, y con su transcurso va colocando a cada cual en el lugar que le corresponde. Hoy ya se puede contemplar con una cierta perspectiva lo que sucedió entre 1982 y 1996, y compararlo con lo que está ocurriendo desde entonces hasta ahora. Parafraseando a Shakespeare, Carlos Fuentes escribió recientemente en estas mismas páginas que la memoria es un guardián de la mente que 'radica en el presente para mirar con una cara al pasado y con otra al porvenir'. Cuando leí esa reflexión, destinada a glosar el último y maravilloso libro de Gabriel García Márquez, pensé que en un futuro que cada vez se siente más próximo, la memoria de nuestro pasado, y especialmente la del que estamos conmemorando estos días, tendrá mejores guardianes que los que hoy tratan de tergiversarlo.
Joaquín Almunia es diputado del PSOE y ministro socialista desde 1982 hasta 1991.
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