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Tribuna
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Jerusalén, Jerusalén

El escritor húngaro de origen judío, que acaba de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura, da cuenta del profundo conflicto interior que padeció durante una reciente visita a Israel

Anteayer aún contemplaba la puesta del sol desde el balcón del hotel Renaissance de Jerusalén. El cielo palidecía sobre las colinas blancas de enfrente, una suave brisa llegaba desde la Ciudad Vieja; de pronto se oscureció la luz, y el incipiente crepúsculo parecía un melancólico alto el fuego. Recordé las palabras de Camus en El extranjero. Esa misma mañana, sin embargo, había estallado un autobús que iba de Jaifa a Jerusalén, la fuerza de la detonación hizo saltar el vehículo, y pedazos de cuerpos humanos destrozados volaron por el aire.

Ni siquiera intento poner orden en mis pensamientos dispersos. He venido con mi esposa para asistir a un congreso, y jamás habría acudido si no me hubieran invitado precisamente a Jerusalén. No me gustan los congresos inútiles, en particular aquellos que llevan títulos tales como: El legado de los supervivientes del Holocausto. Implicaciones morales y éticas para la humanidad. La fecha, 9 de abril, figuraba desde hacía meses en mi libreta de apuntes, y aunque finjo tomarme en serio los insistentes consejos de mis amigos de Berlín y Budapest -la mayoría trata de disuadirme del viaje-, me mantengo en todo momento bajo el hechizo del proyecto inicial: desde Berlín volvemos a Budapest, doy mi voto probablemente inútil en las elecciones, y al cabo de dos días partimos hacia Jerusalén. La única pregunta que puede plantearse es si ir solo o no. Pero mi esposa no quiere saber nada de la segunda posibilidad. Juntos o nada. Después de sopesarlo un poco nos damos cuenta de que hemos de ir, por la sencilla razón de que, de lo contrario, tendríamos que vivir siempre con la idea de que nos llamaron, pero no fuimos.

Casi me avergüenza exponer mi existencia, los sutiles problemas del judío desarraigado
Es imposible soportar el terror sin hacer nada, es imposible enfrentarse sin terror al terror
En nuestro mundo moderno -o posmoderno-, las fronteras no transcurren tanto entre naciones, etnias, confesiones, sino más bien entre concepciones del mundo
Nación, patria, hogar: para mí han sido hasta ahora conceptos inaccesibles
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Estoy, pues, en este balcón de un séptimo piso, y me resulta tan difícil juzgar aquí lo que de verdad ocurre como difícil me resultaba en Berlín o Budapest. En este momento no pienso tanto en la situación de aquí como en la reacción europea. Tengo la impresión de que el antisemitismo, que durante muchos años ha sido tenido a raya, emerge del pantano del subconsciente, como si fuese una erupción de lava con olor a azufre. Tanto en Jerusalén como en Berlín, veo en la pantalla del televisor las manifestaciones contrarias a Israel. Veo sinagogas incendiadas y cementerios judíos profanados en Francia. A pocos cientos de metros de mi vivienda berlinesa, cerca del Tiergarten, dos jóvenes judíos norteamericanos fueron agredidos y apaleados en plena calle. Vi al escritor portugués Saramago en la televisión: inclinado sobre una hoja de papel comparaba con Auschwitz el proceder de Israel contra los palestinos, demostrando que el escritor no es consciente de la escandalosa irrelevancia del paralelismo que utiliza ni de que el concepto conocido por el nombre de Auschwitz, que hasta el día de hoy tenía un significado bien definido en el consenso cultural europeo, en la actualidad puede utilizarse, sin más ni más, de manera populista y para fines igualmente populistas. Me pregunto si no es preciso distinguir el sentimiento hostil a Israel y el antisemitismo. ¿Pero es posible? ¿Cómo se puede entender que dos continentes más allá, en Argentina -donde, dicho sea de paso, bastantes problemas tiene ya la gente-, se produzcan manifestaciones contra Israel? Probablemente, pienso, porque la hostilidad a los judíos, que ya dura 2.000 años, se ha cristalizado y convertido en una forma de concebir el mundo. El odio se ha cristalizado y convertido en forma de concebir el mundo, y el objeto del odio es un pueblo que, pienso yo, de ningún modo está dispuesto a desaparecer de la faz de la tierra. Intento pensar de forma clara y sincera, y enunciar dentro de mí lo que pienso, con claridad, con sinceridad, apartando todo tabú. El hecho de que personas jóvenes se revienten con gran placer haciendo estallar una bomba (dicho sea de paso, he leído en un diario que Sadam Husein paga veinticinco mil dólares a sus familias) demuestra que no sólo se trata de crear o no un Estado palestino. Estos suicidas se manifiestan como perdedores de la existencia. Su acto revela un tipo de amargura que no puede explicarse tan sólo por impulsos nacionalistas. Bajo la suave luz de Jerusalén, en las noches doradas, entre estas colinas pintorescas salpicadas de olivos, comprendí en un anterior viaje a esta ciudad, más con los sentidos que con el intelecto, por qué los dioses habían nacido precisamente aquí. Ahora debería comprender por qué se los asesina aquí, con la pasión ostentosa del sangriento sacrificio humano. Confieso que no entiendo nada, y me cuesta creer que estemos ante una cuestión meramente política. Puede ocurrir también que la política procure evitar que yo lo vea como una cuestión meramente política y que sea víctima de una manipulación; sin embargo, cuando millones de personas son víctimas de la manipulación, el carácter de ésta se transforma, se interioriza... Hay quienes de pronto piensan seriamente que nuestra locura no es una sugestión dictada por fuerzas externas, sino que emerge desde nuestra propia alma, es una necesidad de nuestra alma: y ahí empeza el mal irremediable.

Lo confieso con toda sinceridad: cuando vi en la televisión los tanques israelíes que se dirigían a Ramala, una idea me atravesó el alma de forma involuntaria e ineluctable: Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa como en 1944. O sea, que no soy imparcial ni puedo serlo. Nunca he desempeñado el papel del árbitro imparcial: se lo dejo a los intelectuales europeos -y no europeos- que juegan a ese juego de manera tan excelente como a menudo dañina. Después de tanta solidaridad verdadera y fingida se ha vuelto la página: los mandarines han dirigido la mirada severa hacia Israel. En determinadas cuestiones sin duda tienen razón: sin embargo, nunca han comprado un billete para el autobús que hace el trayecto entre Jaifa y Jerusalén.

Aquí en Israel todos llevan, metafóricamente, este billete en el bolsillo. Y eso va minando poco a poco la cordura de la gente. El frío juicio de los mandarines europeos aquí se vive en forma de preguntas existenciales candentes. Una amiga expresó de la manera quizá más concisa este desequilibrio. En el Yad Vashem, en ese enorme cementerio de las víctimas del Holocausto, nos dijo: 'Primero vamos con la familia a una manifestación contra la guerra y luego nos equipamos como soldados'.

No he encontrado -al menos en este congreso- a ningún intelectual israelí que pusiera en duda la necesidad de un Estado palestino: 'Hay que acabar con los asentamientos -dice uno de los historiadores que dirigen el Yad Vashem-, lo cual desembocará en una pequeña guerra civil que, sin embargo, tendremos que librar'. El aislamiento, la ausencia de solidaridad, provocan un dolor casi físico. Es imposible soportar el terror sin hacer nada, es imposible enfrentarse sin terror al terror. Un dilema atroz, unas preguntas atormentadoras, con las que, no obstante, hay que luchar solo. 'Nos encierran en un gueto moral', dice mi amigo Appelfeld, el escritor. Veo miedo, desconcierto y arrojo en las miradas que me rodean. Exactamente como lo describe David Grossmann en su dramático artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine: 'El Estado de Israel se parece en la actualidad a un puño, pero al mismo tiempo a una mano que cae fláccida por la desesperación'. La ciudad está muerta, los taxistas rondan los hoteles como buitres hambrientos, y cuando alguien sale por la puerta, se abalanzan sobre su víctima... Generalmente en vano, pues la mayoría ha acudido por algún asunto oficial, y a éstos los esperan sus vehículos oficiales. Desayunamos en el comedor semivacío del hotel; han desaparecido los turistas y los señores encorbatados que leen el periódico mientras beben café, los infaltables hombres de negocios.

Casi he olvidado que he venido a un congreso, donde debo leer el texto que preparé: 'Cuando digo que soy un escritor judío, no estoy diciendo que yo sea judío' -leo-. ¿Pues qué judío es aquel que no recibió una educación religiosa, que no habla hebreo, que apenas conoce, en el fondo, las fuentes de la cultura judía y que no vive en Israel, sino en Europa? Alguien para quien Auschwitz es la identidad judía principal y quizá única no puede calificarse de judío en cierto sentido. Es el 'judío no judío' del que habla Isaac Deutscher, la variante europea desarraigada que apenas puede establecer una relación íntima con la condición de judío que le ha sido impuesta.

Casi me avergüenza leer estas líneas. Casi me avergüenza exponer mi existencia, los sutiles problemas del intelectual judío desarraigado, sus crisis de identidad, su situación de apátrida. De pronto calo la insostenible ironía de mi papel: como superviviente de la Shoah pronuncio una conferencia en suelo de Israel, que está en guerra, y explico, de hecho, por qué no puedo solidarizarme con el pueblo al que yo mismo pertenezco. Mi solidaridad consiste, a lo sumo, en atreverme a coger el avión que luego despega rumbo a Tel Aviv. Soy un visitante que recoge en vano sus impresiones, que interroga inútilmente a las personas; no las entenderá porque no comparte el destino de aquellos a los que en el fondo pertenece.

Jamás había sentido esto de una forma tan definida. Es como si ahora, cuando la simpatía y la compasión me llenan de sufrimiento, fuera aquí más extranjero que nunca. Ni un solo israelí deja de agradecernos que viniéramos a su país. Así concluyen casi todas las conversaciones, lo cual subraya aún más mi condición de extranjero. Reflexiono sobre las causas, y al observar con más atención los rostros, los coches engalanados, la atmósfera nerviosa y homogénea de la ciudad, de pronto tengo la impresión de comprender el cambio que está viviendo este país. El historiador francés Renan afirma que ni la raza ni la lengua definen a una nación; las personas perciben en el corazón que comparten ciertos pensamientos y sentimientos, recuerdos y esperanzas. Ahora bien, este país que hasta ahora era el país inconexo de los fundadores, pero sobre todo de los supervivientes europeos, de quienes buscaban protección, de sionistas militantes, de sectas ortodoxas que rechazaban la vida estatal, de rigurosos soldados, de blandos músicos, de judíos blancos del norte, de judíos de todos colores, africanos, árabes y levantinos, de hombres diversos procedentes de culturas diversas, de pronto se ha convertido, a raíz de esta guerra desesperante y sin salida, en una nación. No sé si es motivo de alegría o de condena, pues precisamente ahora las naciones se hallan en proceso de extinción, pero es un hecho, y ya no permite aquella postura particular que los judíos europeos y americanos mantenían hasta ahora respecto a Israel, una postura llena de reservas y al mismo tiempo de sonriente simpatía y a veces también de ironía y superioridad. Es un giro peculiar que sin duda tendrá sus consecuencias, al menos en las relaciones judeo-judías.

Así pues, hago bien en no buscar la verdad, la llamada verdad objetiva. Además, la verdad no es inamovible, no es eterna, sino cambiante; siendo así, 'el hombre del espíritu ha de hacerse cargo de ella de forma tanto más profunda y concienzuda y observar los más mínimos movimientos del espíritu universal, los cambios que se producen en el rostro de la verdad', como dijo Thomas Mann en uno de los años más críticos de Europa. Y tal vez precisamente por ser tan cambiante, la verdad se coloca ahora en primer plano y exige sin cesar su definición adecuada a la actualidad. Las guerras de nuestro tiempo son siempre guerras teñidas de moral, en una medida que quizá nunca habíamos alcanzado. En nuestro mundo moderno -o posmoderno-, las fronteras no transcurren tanto entre naciones, etnias, confesiones, sino más bien entre concepciones del mundo, actitudes ante el mundo, entre razón y fanatismo, paciencia e histeria, creatividad y afán destructivo de poder. En nuestra época carente de fe se libran guerras bíblicas, guerras entre el 'Bien' y el 'Mal'. Y es preciso entrecomillar estas palabras, por la sencilla razón de que no sabemos qué es lo bueno y lo malo. Existen conceptos diversos y divergentes al respecto, que seguirán siendo discutibles mientras no vuelva a aparecer un sistema de valores sólido en una cultura forjada y asumida en común.

Esto es, por supuesto, una utopía, sobre todo aquí, en Oriente Próximo. ¿Cómo explicar -reflexiono- que jóvenes llenos de energía se presten a cometer atentados suicidas? El valor que conceden a las vidas ajenas ya se revela por sus actos. ¿Pero qué valor dan a su propia existencia? Según un amigo, les dicen que 'más allá', en el harén del otro mundo, les esperan 72 vírgenes que los colmarán de caricias. ¿Y qué dicen a las mujeres?, pregunto. Nuestro amigo se encoge de hombros sonriendo: no lo sabe. Siempre he considerado el odio una energía. Esta energía es ciega, pero su fuente, paradójicamente, es la misma vitalidad de la que se nutren las fuerzas creativas. La civilización europea, que aquí la gente sigue considerando suya a pesar de todo, considera el perfeccionamiento de la vida humana su valor más noble. El fanatismo es precisamente lo contrario. ¿Sobre qué base pueden crearse aquí humanidad y confianza? Por el momento mandan el miedo y el odio. 'Las palabras referidas a la paz y a la convivencia suenan hoy como la última señal de vida de un barco que se ha ido a pique', escribe David Grossmann.

En esta región la noche llega de golpe; bajo mi balcón se encienden las farolas. Los coches pasan por carreteras que se pierden a lo lejos, que conducen a los naranjales y a las universidades, a las ciudades bien construidas y a los campos bien trabajados. Muchos nos han contado que vinieron aquí después de la Shoah con la esperanza de encontrar tranquilidad y seguridad. Levantaron este país trabajando duramente. Sus habitantes lo defendieron en duros combates mientras su entorno más próximo y más lejano seguía poniendo en duda, hasta el día de hoy, su existencia. Si esta duda -junto con la sensación de abandono- arraiga también en ellos, podrá hundirlos en la más profunda desesperación. En la actualidad, según mi experiencia al menos, la vitalidad del país aún permite la autorreflexión: la gran mayoría de sus intelectuales critican -no, desde luego, la resistencia al terror- pero sí la forma de defenderse, esta campaña de venganza que en última instancia no traerá ningún resultado. No obstante, si la indiferencia hostil del mundo los lleva realmente a la desesperación, todo estará listo para la catástrofe; y en este mundo impregnado de odio, impotencia y fanáticas doctrinas falsas, la catástrofe no afectará tan sólo a Oriente Próximo.

Con el corazón encogido abandono este balcón, la vista nocturna de Jerusalén. Mañana por la noche partimos, y me llevo un regalo especial. Nación, patria, hogar: para mí han sido hasta ahora conceptos inaccesibles. No puedo ni imaginar la armonía del ciudadano que se identifica sin condiciones con su patria, su nación. Quiso mi destino que viviera en la condición de una minoría, de una minoría universal, podría decir, en una condición elegida y asumida de forma voluntaria; si quisiera definirla, no utilizaría conceptos tales como raza, etnia, lengua o religión. Definiría la minoría que he asumido como una forma de vida espiritual basada en la experiencia negativa. Desde luego, llegué a esta experiencia negativa a través de mi ser judío o, dicho de otra manera, me inicié en el mundo universal de la experiencia negativa a través de mi ser judío, pues considero una iniciación todo cuanto he tenido que vivir por el hecho de haber nacido como judío, una iniciación en el conocimiento más profundo del ser humano y de la situación del hombre en la actualidad. Y como he vivido mi ser judío como una experiencia negativa, es decir, radical, esto me ha conducido en última instancia a mi liberación. Es la única libertad que he conseguido a lo largo de mi vida vivida bajo distintas dictaduras y por eso la he cuidado con esmero, hasta el día de hoy. En esta ocasión, durante mi estancia en Jerusalén, se apoderó de mí por primera vez el sentimiento grave y exultante de una responsabilidad nacional; y aunque sepa que no podré hacer nada porque mi vida ya está trazada hace tiempo, me emocionó profundamente.

Con esta emoción subo al avión que despegará rumbo a Budapest. El oficial de seguridad, una mujer joven, hace las preguntas pertinentes, comprueba que nuestro equipaje está en regla y luego nos agradece que hayamos venido aquí, 'a nuestra casa, a Israel'. El agradecimiento suena como una breve despedida que nos dispensa de cualquier obligación posterior, y veo que a mi mujer, que no está ligada a este país ni por lazos de sangre ni de religión, sino sólo por el amor, le duele tanto como a mí.

Nuestro aparato aterriza sin problemas en Budapest. Al salir no puedo evitar dirigirme por última vez al personal de vuelo reunido ante la puerta: God save Israel! (¡Dios salve a Israel!). Sin embargo, he pronunciado mal la frase o quizá una de las tres palabras. What did he say? (¿Qué ha dicho?) -oigo detrás de mí la pregunta desconcertada del personal-. Me gustaría volverme, pero el bosque de los equipajes me obliga a avanzar, me empuja hacia fuera.

No me han entendido. Quizá sea mejor así. Salgo del avión y piso suelo húngaro.

Budapest, abril de 2002 Traducción del húngaro de Adan Kovacsics. © Imre Kertész

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