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Columna
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La Vaguada

No es sólo un centro comercial. La Vaguada es el alma de un barrio en el que habita medio millón de personas. Y es aún más, es un espacio vivo capaz de suturar las diferencias abismales de clase existentes entre las márgenes norte y sur de la M-30 a su paso por el distrito de Fuencarral. La Vaguada está a punto de cumplir 20 años y mantiene incólumes todas sus cualidades urbanísticas, sociales y económicas. Supongo que habrá encuestas que lo certifiquen, pero sin conocerlas estoy seguro de que la inmensa mayoría del vecindario se declara encantando con disponer de un centro de servicios de esa categoría cerca de casa y que sólo cuatro tipos raros renunciarían con agrado a las ventajas que esa proximidad les proporciona. Por todo eso y por más cosas, resulta hoy paradójico recordar cómo la génesis del proyecto provocó en su día una de las protestas vecinales más unánimes y contundentes de la historia de Madrid. Bajo el lema de 'La Vaguada es nuestra', se forjó un movimiento de rechazo con el único objetivo de cambiar el destino de aquel estratégico solar y dedicarlo a equipamientos sociales.

El asunto no iba de broma, la animadversión contra el proyectado centro comercial levantó barricadas y provocó enfrentamientos que llegaron a cosechar un nutrido saldo de heridos y detenidos. Tras la protesta, además de convicciones, había un afán político por instrumentar el movimiento vecinal y sobre todo un enorme interés de los comerciantes del barrio del Pilar. Muchos tenderos se habían hecho de oro gracias en gran medida a que la falta de competencia les permitía elevar los precios a niveles impropios de una barriada obrera. El temor a que acabara su prolongado agosto les convirtió en activos agitadores.

Por otra parte, el proyecto que diseñó inicialmente la sociedad francesa que controlaba los terrenos era ciertamente infumable. Se trataba de un gigantesco cajón sin más gracia ni más encanto del que tienen la mayoría de los grandes hipermercados que posteriormente fueron construidos en los polígonos industriales de la periferia. Además, el espacio edificado habría de ocupar la práctica totalidad de aquel inmenso solar sin apenas dejar unos metros cuadrados para los árboles. El conflicto fue enconándose, poniendo en un serio aprieto al entonces alcalde, Enrique Tierno. Encabezando el primer gobierno de izquierdas del Ayuntamiento de Madrid, el viejo profesor no estaba en condiciones de imponer algo que generaba semejante rechazo popular. Había que buscar una solución negociada, una salida que diera satisfacción a los fortísimos intereses que había en juego y enamorara a un vecindario en pie de guerra.

Cuando César Manrique presentó su proyecto para La Vaguada casi todos vieron amanecer. Era un diseño revolucionario que lograba combinar las necesidades funcionales propias de un centro comercial con una auténtica explosión de arte y naturaleza en medio de aquellos bloques de cemento. Cascadas, grandes rocas, enormes jardineras y sobre todo luz, mucha luz. Manrique había obrado el milagro; los franceses tragaban incluso con ceder una parte importante del solar a favor del parque y el rechazo se redujo a la mínima expresión. Después cercenaron vilmente algunos elementos proyectados por el artista canario, como unos espectaculares pasos de peatones en forma de gusanos de cristal, pero el día de la inauguración la gente alucinaba. Era como si una inmensa y fantástica nave hubiera encallado en el corazón del distrito de Fuencarral.

Eso ocurrió en octubre de 1983, han pasado 19 años y los 30 millones de visitantes anuales fueron desgastando el complejo hasta pedir a gritos un repaso a fondo. Así lo ha entendido la gerencia del centro, emprendiendo una necesaria y ambiciosa obra de acondicionamiento cuyo enfoque resulta, sin embargo, más que dudoso. Lo es no porque sean de mal gusto los elementos novedosos que introduce, que no lo son, sino por estar planteado como una reforma y no como una restauración. Es decir, no tuvieron en cuenta que gestionan un edificio singular con unos valores artísticos y una filosofía que lo hicieron único en su tiempo y que han de ser respetados como un patrimonio de la ciudad. Hoy recobra especial sentido aquel lema de los años ochenta: 'La Vaguada no sólo es suya; también es nuestra'.

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