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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El barítono Joan Ponç triunfa en 'Andrea Chenier'

Un festival como el de Santander, que procura atender a las distintas parcelas de la música y la danza, no ahorra esfuerzos para montar o traer cada año dos o tres títulos de ópera, un género que, como escribe Giazzoto, conserva una vitalidad y una potencia asombrosas. Dígase lo que se quiera, cada uno con su cuenta y razón, la ópera, y no sólo la belcantista o el melodrama italiano, precisa de las voces y esta vez, el feliz ejemplo verista como es Andrea Chenier, las ha tenido y bien ilustres.

Hay que aludir, ante todo, al menorquín Joan Ponç, un barítono dramático di forza y un artista de muchos quilates que circula triunfante por los primeros escenarios líricos del mundo. Ponç añade pasión y nobilitá, incluso en los momentos en que la partitura de Umberto Giordano cede a soluciones un tanto convencionales. Pero el gran cantante hace llama en todo momento y crea teatro de estupenda dramaturgia a lo largo de todo su papel para encarnar y animar -esto es, exaltar la 'carne' y el 'alma'- de Carlo Gerard.

La soprano Giovanna Casolla, soprano de medios grandes y bellos, en la sacrificada y doliente Maddalena de Coigny, estableció un equilibrio necesario y brillantísimo en unión de un tenor de menor flexibilidad pero poseedor de materia considerable, de fraseo justo y de color entero, Alberto Cupido. La mezzo Olga Alesandrova, en sus papeles de la madre de la protagonista y la vieja Madelón -aquí excepcional-, contribuyó al éxito de un cuadro valioso e interesante que despertó el largo entusiasmo de una audiencia que llenó la sala Argenta.

Movimientos de masas

La producción -una colaboración de Santander y la Ópera de Niza- contó con los coros y la orquesta de la Ópera de Bulgaria y con el director italiano Renato Palumbo, un joven valor en alza que dio fulgor, expresividad y temperatura lírico-dramática a la música de esta obra, basada como es bien conocido en episodios y ambiente de la Revolución Francesa. También Paul Emile Fourny, responsable de la regie, logró resultados eficaces en el movimiento de masas dentro de las posibilidades escénicas del Palacio de Festivales.

Los decorados, los trajes y la coreografía -ésta en dosis francamente mínima- estuvieron a tono en un trabajo de conjunto. O lo que es lo mismo, un trabajo en el que destaca siempre la profesionalidad y en el que, en definitiva, todos sirvieron con empeño a lo que aquí es principal: el protagonismo de la música y de las voces culminante en el nuevo y grandísimo éxito de Joan Ponç.

Duraron muchos minutos los aplausos y se oyeron muchos bravos o bravi, según la preferencia o hábito lingüístico de los espectadores y, esta vez, satisfecho admirador.

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