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Crítica:LOS LIBROS DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Iris Murdoch en la posteridad

Extraña está siendo la posteridad de Iris Murdoch (1919-1999). Por encima de su obra portentosa, parece ser su figura la que ha cobrado una inusitada notoriedad. El principal impulsor y agente de la misma es su compañero durante más de cuatro décadas, el crítico literario John Bayley, convertido de un tiempo a esta parte en industrioso empresario de su propia viudedad. Quien haya visto recientemente Iris, la película de Richard Eyre basada en los dos libros publicados por Bayley acerca de su matrimonio y de la enfermedad de su mujer, se habrá hecho, si no los ha leído antes, una triste idea de los mismos. El alelado e indecoroso ejercicio de mitografía personal que la película entraña queda lejos de hacer justicia a la inteligencia, la delicadeza, la ironía, la tierna veneración y displicente humildad que testimonian tanto Elegía a Iris (1999) como Iris y sus amigos (2000), títulos los dos publicados puntualmente en España por Alianza. Si bien no deja de ser cierto que, por causa tanto de estos dos libros como de la película a que dieron lugar, Iris Murdoch pasa por ser, para muchos, una especie de mártir del Alzheimer, y el propio John Bayley, por su parte, un héroe de esa terrible enfermedad. El caso es que la personalidad de Iris Murdoch, a menudo considerada, mientras vivió, 'la mujer más brillante de Inglaterra', posee un enorme atractivo, y no deja de suscitar, en algunos aspectos, curiosidades morbosas, como ha podido verse, no hace mucho, con motivo de la publicación de la monumental biografía de Peter J. Conradi, su hagiógrafo oficial, que entre otras cosas ha ventilado, con énfasis escandalizado, los aspectos más truculentos de la ya conocida relación de Murdoch con Elias Canetti.

EL CASTILLO DE ARENA

Iris Murdoch Traducción de Flora Casas Alianza Madrid, 2002 372 páginas. 17,50 euros

LA CAMPANA

Iris Murdoch Traducción de Flora Casas Alianza Madrid, 2002 396 páginas. 17,50 euros

El enamoramiento, más que el amor, es el asunto más recurrente en la obra de Murdoch

Iris Murdoch fue editada con profusión en España y en Argentina entre las décadas de los sesenta y de los ochenta, publicándose por entonces buena parte de sus casi treinta novelas (de las cuales, sin embargo, permanecen todavía sin traducir algunas muy notables, así como la mayoría de sus ensayos filosóficos, entre los que se ha rescatado muy recientemente La soberanía del bien (Caparrós Editores, 2001). En la actualidad, hace ya mucho que -incomprensiblemente- sus libros son prácticamente inencontrables, y hasta hace muy poco el único en circulación, al menos en España, era Bajo la red, novela publicada en la colección Austral en 1992, y que en 1952 constituyó el tardío pero deslumbrante debut de Murdoch como novelista. Pese a publicar los libros de Bayley, Alianza ha tardado lo suyo en animarse por fin a recuperar, muy recientemente, El castillo de arena (1957) y La campana (1958), la tercera y la cuarta novela de Murdoch, respectivamente, publicadas anteriormente, en buena traducción de Flora Casas, en 1980 y 1983.

Ni El castillo de arena ni La campana alcanzan la excelencia de las novelas más tardías de Murdoch, pero ofrecen ya una contundente prueba de su maestría y de su originalidad. Se trata de dos conmovedoras y entretenidísimas novelas, que, leídas en secuencia con Bajo la red, no sólo permiten abordar la obra de Murdoch por sus inicios, sino que ofrecen un atisbo cabal de sus obsesiones y de sus inquietudes, así como de los recursos que más adelante llegaría tan admirablemente a dominar.

El castillo de arena es un hermo

so cuento moral cuyo asunto es quizá el más recurrente en la obra de Murdoch: no tanto el amor como, más bien, el enamoramiento y la promesa a menudo inoportuna que éste entraña de felicidad; una felicidad que actúa transversalmente sobre la corriente de la propia existencia. Hay algo siempre de obcecación en la forma en que los personajes de Murdoch se enamoran, y es frecuente que ello ponga a prueba, como aquí ocurre, la resistencia del matrimonio (otra de las obsesiones de Murdoch) no tanto como institución o como vocación amorosa, sino como construcción moral.

A propósito de La campana, dice John Bayley que 'el tema de la novela es el deseo y la búsqueda de la vida espiritual, independientemente de la autenticidad de los procedimientos'. Algo que en esta novela adquiere la forma de una peregrina experiencia comunitaria en la que se pone de manifiesto, mejor que en ninguna otra de sus novelas, el vigor y la excentricidad de Murdoch como novelista religiosa ('la religión siempre ha seducido al arte', se afirma en Henry y Cato, 1976, una de sus novelas mayores), y el asedio constante que inflige a un tema que -en un sentido, por supuesto, laico- adquiere en su obra una posición central: la santidad.

En El futuro de la imaginación (Anagrama, 2002), Harold Bloom duda de que haya ningún otro novelista británico (pero se refería a los vivos, y lo decía hace más de veinte años) que tenga la altura de Murdoch. Pese a lo cual, son muchas las reservas que sus libros le suscitan, entre las cuales menciona su 'estilo anacrónico' y su forma de narrar resueltamente 'anticuada'. 'Los procedimientos novelísticos de Murdoch', observa Bloom, 'parecen dejar de lado la época de Samuel Beckett y Thomas Pynchon, posjoyceana y posfaulkneriana, casi como si ella afirmara así su continuidad directa con los principales maestros de ficción rusos y británicos del siglo XIX'.

Tiene razón Bloom. Pero conviene añadir que esta actitud tiene un fundamento ético. Está ligada a algo tan grave y tan elemental a la vez como es la búsqueda de la verdad. Por decirlo con las altisonantes palabras que emplea Bradley Pearson, el escritor que protagoniza El príncipe negro (1973), otra de las grandes novelas de Murdoch: 'El arte concierne a la verdad no sólo esencialmente, sino absolutamente. Es otro nombre para designar a la verdad'.

Así dicho, esto puede sonar pomposo o intimidante ('anticuado', en cualquier caso), pero remite a un propósito artístico todavía no ofuscado por los prestigios de la complejidad. Pues lo cierto es que, en su exploración de la verdad (y no hace falta puntualizar que no se trata aquí, ni tiene por qué, de ninguna verdad absoluta), la novela moderna se perdió a menudo por los laberintos de la complejidad, hasta el punto de asimilar -no siempre con motivo- una y otra. Quizá Henry James, a quien Murdoch admiraba, constituya a este respecto el punto de inflexión. Quizá el anacronismo de Murdoch consista en confiar al arte una misión clarificadora, que, sin eludirla en absoluto (clarificadora no es lo mismo que simplificadora), subordina la complejidad a la búsqueda de la verdad. 'En un mundo sin redentor', se dice el protagonista del Castillo de arena, 'sólo la claridad era la respuesta apropiada para la culpa'.

Por lo demás, y en secreta rela

ción con esto, lo que caracteriza mayormente el arte narrativo de Murdoch es su extraordinario sentido de la teatralidad. Shakespeare, antes que Tolstói o George Eliot, es el gran inspirador de su vocación novelística. Repletas de suculentos diálogos, de situaciones carcajeantes y rocambolescas, las novelas de Murdoch tienen mucho de vodevil; son formidables enredos que, dejando a un lado la riqueza y la originalidad de sus observaciones, la increíble plasticidad moral de sus personajes, parecen andar reclamando una adaptación escénica (y de hecho, con frecuencia la han obtenido). El protagonista de El mar, el mar (1978), una de las obras maestras de Murdoch, ofrece la clave de este proceder: 'Las emociones', dice, 'existen realmente en el fondo de la personalidad, o en su cima. En la zona intermedia, se representan. Por eso el mundo es un escenario'. Lo cual debe ponerse en conexión con la convicción, expresada por Murdoch en otro de sus libros, de que 'la novela es una forma cómica'. La vida, en general, es cómica para Murdoch. 'Prácticamente toda descripción de nuestros actos resulta cómica. Somos infinitamente cómicos para los demás. Hasta la persona más adorada y amada le resulta cómica a su amante', señala el ya mencionado Bradley Pearson de El príncipe negro. Por eso, añade, la ironía -y Murdoch es, al lado de tantas cosas, un maravilloso ironista- es nuestro necesario aunque peligroso instrumento. 'La ironía', puntualiza Bradley, 'es una forma de tacto (qué palabra tan divertida). Es nuestro ponderado sentido de la proporción en la elección de formas para la encarnación de la belleza. Y la belleza está presente cuando la verdad ha descubierto la forma idónea'.

Bien podría ser esta la razón por la que sus novelas garantizan a Murdoch un lugar eminente en la posteridad.

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