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LOS DÍAS Y LOS LIBROS
Columna
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Diez años después

No tiene suerte Joan Fuster. Una década después de su muerte no ha conquistado aún ese espacio en el que moran los autores ya indiscutibles. Diez años es un tiempo prudencial y, conforme está el mundo, un lapso vertiginoso. Escritores tratados como estropajos hasta un segundo antes de palmarla fueron luego, casi instantáneamente, elevados al pedestal de los inmortales. No hay que esperar nada en ese sentido, por supuesto, de los que lo vituperaron sin tregua desde las alcantarillas de la inteligencia. Hubiera sido deseable, sin embargo, que el amplio espectro fusteriano alumbrara alguna lectura del solitario de Sueca capaz de situarlo finalmente en un contexto halagüeño, lejos del hisopo y más bien propicio a la correcta subsunción en la historia literaria e ideológica de su tiempo. Lejos de ello, los dos volúmenes más singulares que han conmemorado la modesta efemérides han abundado en el tópico, cuando no han propiciado una verborrea absurda, tratándose de quien se trata.

Josep Maria Muñoz Pujol es quien firma El falcó de Sueca (Proa), un volumen con pretensiones de biografía. Si no estuviera escrito con un manierismo cursi, este libro sería sólo prescindible. Añadiendo la circunstancia del estilo resulta, además, ridículo. El problema no es sólo la clara orientación hagiográfica de Muñoz, sino su evidente voluntad de mixtificación. Al fin y al cabo, de la primera indagación más o menos compleja en la vida de Fuster se podía esperar como mínimo un esfuerzo de clarificación y de síntesis. Despreciando el pragmatismo, Muñoz Pujol se pierde en una fantasía morisca donde Sueca es Suayqa y Fuster alternativamente el Mestre o el Misser. Me imagino al autor de El descrèdit de la realitat leyendo estas páginas: ¡qué magnífico combustible para su ironía! Pero no es ése el problema, insisto. Da la casualidad de que el librito de marras, además de tallar una efigie muy resultona del Fuster líder de masas y casi olvidarse de su condición primordial de escritor, tiene pretensiones de semblanza íntima. Diez años después de su muerte, ¿todavía hay que preguntarse retóricamente el porqué de sus 'peculiares' relaciones con las mujeres? Fuster estaba clasificado como 'esteta' (sic) en la Dirección General de Seguridad y, en relación al otro sexo, ya le contestó con perspicacia en una legendaria entrevista a Vicent Martí que 'la dona de la meua vida he estat jo'. Nada que no hayan pregonado, por otro lado, los más indiscretos entre sus amantes. Las cursilerías de Muñoz Pujol, a estas alturas, además de sobreras son, en fin, un poco alucinantes.

Otra cosa es, por suerte, el segundo título que viene a colación: Joan Fuster: converses filosòfiques (3i4), de Júlia Blasco. Aquí por lo menos no se echa de menos al propio Fuster -que es lo que pasaba con su supuesta biografía-, bien presente con sus '¡Cristo!' y sus 'Mi querida amiga' en la transcripción de unas conversaciones registradas entre 1979 y 1981 a propósito de las ideas filosóficas del escritor. Pero que el libro sea correcto y respetuoso no significa que aporte algo sustancialmente nuevo. Me temo que es un producto más de la nostalgia con una excusa magnetofónica, el hijo de una ausencia dolorosa que busca cerrar heridas y no indagar en cicatrices.

Diez años después de muerto, lo menos que le podría pasar a Fuster es que su figura fuera honestamente evaluada como lo ha sido la de Jean-Paul Sartre en Francia. La pregunta es: ¿quién, de entre nosotros, se atreverá a ser Bernard-Henry Lévi?

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