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¿Qué modelo de juez?

Exponentes de la actual mayoría en el Consejo General del Poder Judicial han hecho algunos pronunciamientos expresivos de que entre sus proyectos se encuentra la reforma del plan de estudios vigente en la Escuela Judicial para la formación inicial de los jueces. Lo cuestionado es la validez de la línea seguida en ese centro. Entre otras cosas, se dice, por su inspiración francesa, supuestamente inadecuada al perfil de los jueces españoles en ciernes, que al haber superado una oposición son ya, por su nivel de conocimientos, auténticos profesionales.

Para ingresar en la magistratura francesa es preciso, tras la licenciatura, cursar una especie de master impartido en ciertas universidades que habilita para concurrir al examen de acceso a la Escuela Nacional de la Magistratura, con sede en Burdeos. Tal prueba incluye cuestiones de cultura general y específicamente jurídicas. Y es, obviamente, en ese centro donde se imparte y adquiere la formación específica para el ejercicio de la jurisdicción.

La Escuela española actual, con sede en Barcelona, trae parte de su inspiración, es cierto, de la francesa: algo por demás sensato cuando ésta concentra la experiencia más acreditada en la materia, y, además, se inscribe en una corriente de cultura de la jurisdicción que tiene mucho que ver con la nuestra. Pero, en contra de lo que parece insinuarse, la formación actual de los jueces españoles no se hace de espaldas al dato de que han ganado una oposición, sino todo lo contrario. Precisamente se parte de él, con objeto de aportar al bagaje del juez-alumno lo que la oposición no le da. Y también para contribuir a desterrar ciertos hábitos no deseables que son fruto de una disciplina de aprendizaje profundamente irracional. Porque la oposición se funda en la asimilación memorística de una cultura jurídica de manual, que poco tiene que ver con la compleja realidad actual de los modernos ordenamientos y con la calidad de las respuestas que nuestras sociedades, particularmente ricas en problemas, demandan de sus jueces.

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De la oposición suele afirmarse como ventaja que favorece el conocimiento del derecho y la objetividad de la valoración en el acto del examen. De este modo, se la presenta como si se tratase de un mero expediente técnico sin otras implicaciones. Pero el asunto dista mucho de ser tan simple y, además, presenta algunos perfiles decididamente negativos.

Ese sistema de selección, de tan rancia ejecutoria entre nosotros, está asociado a un dudoso modelo de juez y a una opción organizativa y cultural de la magistratura que deja bastante que desear. En efecto, uno y otra responden a la concepción napoleónica de la administración de justicia, articulada de una forma piramidal, cuyo vértice se integra en el poder ejecutivo a través de una élite judicial designada políticamente: las viejas Cortes o Tribunales Supremos, con relevantes funciones de control ideológico, por la vía del gobierno de la carrera. En semejante contexto, el juez, siempre marcado de cerca por el superior jerárquico, que dispone de sus expectativas de promoción, es concebido como un dispensador casi mecánico, de respuestas codificadas. Por eso su formación puede reducirse a memorizar un catálogo cerrado de éstas bajo la direción del preparador, magistrado que escucha temas a quien -'encerrado en casa y sin salir más que a misa los domingos y fiestas de guardar, hasta nueva orden' (Ríos Sarmiento)- protagoniza no sólo un cuestionable trámite formativo sino casi una liturgia penitencial. Que tiene un desarrollo coherente en la atribución de cierto tinte de consagración a la investidura formal del ingreso. Es así como se explica el sentido y la función de la Escuela Judicial entre nosotros durante la segunda mitad del pasado siglo. Un centro, no de formación, sino de confirmación de profesionales que sólo precisarían del aprendizaje de algunas rutinas burocráticas, de la adquisición de ciertos saberes de arte menor, poco más que simples reglas de cortesía institucional.

Pues bien, si algo sugiere una reflexión sobre las vicisitudes de estos años en materia de justicia, es la clara inviabilidad actual de ese diseño de formación judicial y de juez (por lo demás, de conocida funcionalidad a proyectos políticos autoritarios). Porque no prepara para el ejercicio de la independencia; porque el derecho realmente vigente no es reductible a esa suerte de recetarios que son los libros de contestaciones; porque su aplicación está lejos de agotarse en la mecánica del tópico silogismo. Y porque el ejercicio de la jurisdicción en medios sociales tan dinámicos, plurales y conflictivos como el actual es algo que no se aprende sólo en los libros, ni en el aislamiento del cuarto de estudio, ni desarrollando pacientemente la habilidad de recitar temas a ritmo de vértigo.

No hay que ser un lince para darse cuenta de que los clásicos reproches de ritualismo vacío, exceso de burocratización, hermetismo del discurso, dificultades de comunicación, dirigidos a los jueces, más que expresivos de alguna patología ocasional, tienen ciertamente que ver con el aludido estereotipo, celosamente reproducido y cultivado. E implícitamente reivindicado en las insinuaciones críticas del actual proyecto docente de la Escuela de Barcelona.

A estas alturas, existe cierto consenso acerca de que el tradicional sistema de oposiciones no es una panacea. Incluso quienes lo defienden propenden a reconocer que su virtud es la (bien modesta) del mal menor. Y es cierto que, comparado con procedimientos de selección como el que rige en los medios universitarios, ofrece algunas garantías de objetividad en la valoración y representa un freno al nepotismo en la política de nombramientos. Pero, si es verdad que esa ventaja justificaría la pervivencia del modelo, en tanto pudiera habilitarse -con la necesaria reflexión- otro más apto, no es argumento bastante para su perpetuación sine die y, sobre todo, sin correctivos de fondo.

El problemático modelo español, en el que, en general, no se puede llegar a ser juez si no se adquiere la capacidad de disparar irreflexivamente -pensar está reñido con el cronómetro- cierto número de temas en un tiempo récord, no es en sí mismo defendible. Esencialmente, porque no asegura la clase de aptitudes necesarias para ejercer adecuadamente la jurisdicción. En efecto, cifrarlo todo en el desarrollo de la memoria no confiere, desde luego, la mejor habilitación para resolver situaciones de conflicto, valorar cuadros probatorios complejos, aplicar un orden normativo no siempre claro en sus prescripciones, dictar sentencias cuyo alcance trasciende cada vez con más frecuencia el horizonte del caso... Y hacerlo, casi de manera habitual, con el inevitable plus de tensión que aporta el saberse objeto del interés de los media.

Así las cosas, no puede ser más claro que el papel de la Escuela Judicial cobra una relevancia de primerísimo orden: porque tiene que aportar aquello que no cabe esperar de la oposición; y porque, paradójicamente, deberá contribuir a neutralizar algunos perniciosos efectos de ésta.

Aceptando, es una hipótesis, que el que ha superado esa prueba sabe todo -o al menos lo esencial de- lo que tendría que saber, se habrá de convenir que lo sabe de una forma no sólo imperfecta, sino incluso inadecuada; puesto que en el peculiar aprendizaje no ha habido lugar para el desarrollo de la capacidad de operar reflexivamente con los conocimientos adquiridos. De aquí suele concluirse, con simplismo, que la oposición forma teóricamente, por lo que el déficit sólo sería de habilidades prácticas, es decir, accidental. Pero únicamente quien esté dispuesto a engañarse podía confundir almacenamiento pasivo de datos inertes con saber realmente practicable, ya que cultivar la memoria no es formar la cabeza.

Pues bien, de esto es de lo que se trata: de enseñar a discurrir operativamente con categorías jurídicas hasta la fecha sólo asimiladas in vitro; de recuperar para éstas una dimensión problemática esencial artificiosamente amputada; de generar hábitos de reflexión que, junto al referente normativo, integren la consideración equilibrada de los intereses de las partes en conflicto y de las posibles consecuencias de la decisión. A lo que hay que agregar que no basta decidir bien, en conciencia, sino que la resolución deberá construirse como texto suficientemente explicativo, en cuanto dotado del necesario rigor argumental. No parece, pues, que lo pendiente tras la oposición sea un mero complemento. Y si no lo es en el plano de la formación jurídica, menos aún en el de la educación de la sensibilidad en la vertiente humana (individual y social) de los problemas; materia ésta en la que los jueces tienen, desde antiguo, una asignatura pendiente, que no es precisamente una maría.

La Escuela Judicial en su versión actual representa un esfuerzo -el primero creíble, diría- realmente serio para compensar el déficit de formación inicial de los jueces; que, precisamente, recién ingresados tienen que afrontar la etapa más difícil de su vida profesional, la de los órganos unipersonales de competencia mixta, civil y penal. Y constituye una propuesta que va mucho más allá de la mera importación mimética de alguna fórmula extraña, como, con ligereza indisculpable, habría tratado de sugerirse; puesto que, con racionalidad y eficacia, sale al paso de carencias bien reales del juez actual de nuestro país. A esto habría que agregar que tal esfuerzo lo ha protagonizado un equipo docente francamente plural en su composición; en el que ese ingrediente de diversidad de las procedencias y las posiciones, en vez de representar un obstáculo para el entendimiento, se ha integrado como factor de dinamismo cultural.

Pues bien, son buenas razones para reclamar a la mayoría del Consejo que, antes de poner en riesgo lo que seguramente es la más feliz aportación a la mejora de la justicia, de todos estos años, abra un prudente espacio público de reflexión a muchas voces, haciendo explícito, primero, con total transparencia el modelo alternativo que se sugiere, si es que realmente existe.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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