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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un documento de historia y amistad

'¿Qué es entusiasmo?', se pregunta Soma Morgenstern en su libro; y se contesta: 'Diríamos: respeto más amor'. Esta impecable definición resume, a mi modo de ver, el talante de este libro. Es un libro que trata del entusiasmo de Soma Morgenstern por su amigo Alban Berg. En realidad, como él mismo confiesa, no se trata de un libro de recuerdos de Alban Berg, sino de una serie de capítulos de su autobiografía relacionados con el gran compositor.

Soma Morgenstern (Budzanów, Galitzia, 1880-Nueva York, 1976) es uno de los muchos intelectuales de lengua alemana a los que, de un modo u otro, bien en Alemania, bien en el exilio, la máquina intolerante del nazismo sepultó en el olvido. Músicos, dramaturgos, narradores, poetas... pertenecientes a una generación de artistas de entreguerras a los que se englobó bajo la etiqueta de 'arte degenerado' que fue aplastada física y socialmente y sólo hacia finales del siglo XX sus nombres empezaron a emerger de la tumba o del anonimato para mostrar lo que fue un aniquilamiento cultural del calibre del que siguió, con respecto a la URSS, al ascenso de Stalin al poder, pero también la facultad de supervivencia del arte. Uno de ellos fue Soma Morgenstern, amigo íntimo de Joseph Roth y de Alban Berg, persona muy apreciada por escritores, como Robert Musil, Stefan Zweig, Elias Canetti, Herman Broch o el filósofo Ernst Bloch; por músicos, como Anton Webern u Otto Klemperer, por arquitectos, como Adolf Loos o Josef Frank.

ALBAN BERG Y SUS ÍDOLOS

Soma Morgenstern Traducción de Eduardo Gil Bera Epílogo de Félix de Azúa Pre-Textos. Valencia, 2002 440 páginas. 32,30 euros

Alban Berg y sus ídolos es

un libro excepcional, ante todo, por lo que tiene de documento de aquella hoy legendaria Viena de entreguerras en la que se reunió una pléyade de artistas e intelectuales -que asistieron de un modo u otro al derrumbamiento de la vieja Europa en primera fila- como probablemente no tenga par en el siglo. Antepongo este valor documental al verdadero que tiene el libro -la figura de Alban Berg, el hombre y el compositor- porque el lector advertirá, una vez internado en él, que la atmósfera de aquel momento impregna de modo intenso todo el libro. La columna vertebral es el nacimiento, crecimiento de -y ahondamiento en- una amistad fraternal entre dos personas dotadas de un altísimo grado de inteligencia y sensibilidad. La presencia constante de Morgenstern no quita un ápice de protagonismo a Berg porque la característica de esta amistad es la lealtad y ahí se juega el valor del relato; y si bien el relato tiene un punto deshilachado e incluso digresivo e incurre a veces en reiteraciones, todas esas raíces trabajan para el tronco. Eso también sucede porque la historia de la amistad de estos dos hombres está contada por Morgenstern como si desplegara un mapa, y así como ellos lo recorren cuidadosamente y al hacerlo se relacionan entre sí, cerca o lejos físicamente según los momentos, así relacionan a su vez con numerosos personajes de enorme interés, enclavados en el mapa de sus vidas como si se tratara de topónimos.

En primer lugar, Arnold Schoenberg, cuya relación de maestro a discípulo con Alban Berg percibe con nitidez el autor y se constituye en asunto trascendental al trazar la condición artística y personal de su amigo; pero junto a él encontramos lo que en una película de postín se denomina 'estrellas invitadas': es magistral el retrato de Teddy Wiesengrund, un joven Theodor W. Adorno que se mete como una cuña entre los dos amigos; el de Helene Berg, extraordinario, cuya despedida final merece los honores de cerrar una gran novela; el de Adolf Loos, vívido; el capítulo dedicado a un Webern que ve cernerse el nazismo sobre Austria con total fatalidad. Reproduce debates apasionantes, como el que se ocasiona con Schoenberg a propósito de la línea de procedencia de la música tonal o las discusiones a propósito de la verdadera importancia de Karl Kraus, ídolo de Berg y respecto al que, junto a una gran admiración, Morgenstern muestra fundadas reticencias.

La voz del autor es la voz can

tante, pero, curiosamente, no se interpone entre el lector y los personajes del libro, incluso aunque se trate de fragmentos de una autobiografía: ése es el punto de convicción de la veracidad del libro, el que otorga valor al retrato de aquella época gloriosa y dramática de la Europa central y a la propia figura de Alben Berg, tratada con la clase de entusiasmo que explicábamos al principio. Además, como en todo gran fresco que lo es incluso sin pretenderlo, surgen personas, escorzos, instantáneas, momentos, encuentros, presencias que, en su conjunto, levantan acta de una época que aún sigue irradiando, hoy día, un potencial cultural extraordinario. Un gran libro, sin duda alguna. Del mismo autor, la editorial Pre-Textos publicó hace un año largo otro texto extraordinario que aprovecho para recordar ahora: Huida y fin de Joseph Roth. Tampoco conviene olvidar el meritorio y concienzudo trabajo del traductor, que incluye casi quinientas notas al texto que son muy de agradecer.

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