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Albareda y el laboratorio de Dios

En este año, pródigo en conmemoraciones de centenarios ilustres, sobre todo literarios, conviene no dejar pasar por alto una fecha que recuerda el nacimiento del que fuera verdadero artífice de la creación, en 1939, del actual Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y secretario general del mismo hasta 1966, José María Albareda. Con tal motivo, se han venido sucediendo una serie de actos de homenaje a su figura, todos ellos con un marcado carácter hagiográfico, hasta tal punto que no sería de extrañar la puesta en marcha de un nuevo proceso de beatificación, con el beneplácito, cómo no, de los actuales responsables de la política científica española. Pero, con la historia no se pacta. Es una buena oportunidad, pues, para refrescar la mala memoria que nos aqueja desde nuestros ya lejanos tiempos transicionales democráticos y volver a revisar las malformaciones congénitas de nuestra ciencia heredadas del pasado franquista y que aún se expresan fenotípicamente, si se me permite utilizar este término, en el CSIC. Tal es así, que se ha escuchado en estos actos toda suerte de elogios y alabanzas al profesor Albareda, como 'verdadero motor que animó e impulsó la ciencia en España a modo de una nueva Edad de Oro', así como resaltar 'lo acertado de sus decisiones al frente de la Secretaría General del Consejo', palabras algunas de ellas pronunciadas por antiguos presidentes, aunque no tan antiguos claro, de dicho organismo. Se comprenderá, por tanto, que en tales foros 'oficiales' no sería oportuno discrepar, aun cuando fuéramos armados con las pruebas documentales que derretirían inmediatamente tales aseveraciones, más propias, por cierto, de la conocida propaganda nacionalcatólica que ahora parece resurgir. Así pues, no debemos mirar hacia otro lado y dejar pasar a paso de ratón la gravedad de una historia que continúa lastrando en gran medida el desarrollo de la ciencia española. Tampoco se pretende, por supuesto, desencadenar una nueva polémica de la ciencia española, que tanto y tan pobremente ha alimentado a muchos historiadores de nuestra ciencia.

Para acabar con este discurso panegírico solamente recordaré aquí que el surgimiento de las políticas modernas de ciencia y tecnología en España se remonta al prometedor y luminoso periodo anterior a la guerra civil, precisamente con la creación de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), en 1907, y de la Fundación Nacional para Investigaciones Científicas y Ensayos de Reformas (FNICER), en 1931. Como es sabido, el conflicto bélico interrumpió bruscamente todo este ambicioso proceso de institucionalización de la investigación científica en nuestro país. La renovación científica y cultural emprendida por las fuerzas sociales más progresistas fue abolida por las armas. El exilio y la propia contienda dispersaron a la comunidad científica y académica. Ante el páramo intelectual que se ofrecía y con una premura en cierto modo sorprendente se produjo la gestación, por parte de Albareda y bajo los auspicios de José Ibáñez Martín -a la sazón ministro de Educación Nacional y futuro presidente del Consejo-, del nuevo organismo estatal que habría de sustituir a la Junta. La creación del CSIC obedeció, en este sentido, al intento promovido por el régimen fascista de reconstruir las élites investigadoras del país, desaparecidas como se ha dicho, en la guerra o en exilio y, quizá, colateralmente, de dominar su orientación intelectual e ideológica, como así sucedió. En este escenario, Albareda pergeñó la organización del nuevo Consejo.

Albareda partió básicamente del organigrama institucional establecido por la JAE, aniquilando claro está los 'fantasmas' republicanos y liberales de la Institución Libre de Enseñanza inherentes a la propia Junta. Ésta, fue calificada por él mismo, entre otras cosas, de 'sectaria, antinacional, turbia, extranjerizante y de mezquindad partidista', responsabilizando de todo ello al 'funesto e indispensable' José Castillejo. Concluyendo que 'en 1936 y antes de irse los rojos, España no había alcanzado el nivel investigador que otros países consiguieron con intercambio tan intenso con las primeras potencias intelectuales'. Sin embargo, todo parecía una tosca réplica del pasado, de tal modo que Albareda ocupó la Secretaría General del Consejo hasta que falleció en 1966, no abandonando su cargo ni siquiera cuando, en 1960, siendo ya sacerdote, fue nombrado rector de la Universidad de Navarra, del Estudio General de Pamplona, regido por el Opus Dei.

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De este modo, y por su propio origen, el Consejo debe considerarse una institución típicamente franquista en la que se materializaron algunos de los principales vicios ideológicos del nuevo régimen: nacionalismo conservador católico, intolerancia ideológica y revanchismo. Además, sobre todo durante su etapa fundacional, en el más estricto periodo autárquico, fue más agresivo el rechazo de los valores de la España republicana, provocando el reajuste del sistema de investigación científica según los nuevos 'valores nacionales'. Pero es que, además, el primer franquismo fue el único franquismo, por lo tanto todo ello perduró hasta sus últimos estertores. En cualquier caso, aún a comienzos de la transición democrática, eran evidentes signos concretos pertenecientes al legado franquista que se mantuvieron de algún modo hasta los años ochenta, momento en el que, con notable retraso, se abrieron definitivamente las puertas a la moderna política científica y tecnológica en España.

Rescatar así la figura de Albareda y ponderar su figura en exceso, veteándola con cuestiones de índole espiritual, puede resultar muy oportuno en estos momentos en que los responsables de nuestra política científica olvidan que aún huele a naftalina en algunos Institutos del Consejo. Y en estas horas de España en las que reiteradamente oímos pronunciar los nombres de Alberti, Aub, Cernuda o Cajal de modo entrecortado, por encumbrados dirigentes culturales con un evidente miedo a ser escuchados.

Alfredo Quiroga es historiador de la ciencia.

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