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El precio de un grito

Alguien profiere un grito en el sur de Francia y, como inaudita consecuencia, a miles de kilómetros de distancia un destacado pinochetista, presunto responsable de gravísimos delitos de asesinato y torturas, recupera la acostumbrada impunidad que durante décadas le protegió, y que la justicia española le consiguió momentáneamente arrebatar. Las cosas vuelven a su inmundo cauce natural, del que, según algunos, nunca debieron salir.

Alguien suelta su acalorado grito ultranacionalista en un rincón de Europa, y otro alguien, en el sosiego de un frío despacho judicial, europeo también, decide que aquella doctrina extraterritorial y universalista que situó a España a la vanguardia mundial de la defensa de los derechos humanos, y que permitió procesar y reclamar en extradición a un buen número de asesinos y torturadores del Cono Sur americano que se creían definitivamente a salvo, debe ser arrinconada para regresar a la vieja doctrina territorial.

¿Cómo es posible que ese grito, dependiendo de su calificación jurídica, pueda ser utilizado como pretexto para arruinar los tenaces esfuerzos judiciales y las impagables aportaciones de quienes acumularon cientos de denuncias contra los torturadores chilenos y argentinos, cientos de testimonios aportados por tantas víctimas, ciudadanos, instituciones, ONG y organizaciones diversas? ¿Alguien puede razonablemente creer que todo lo logrado a partir de tan legítimo esfuerzo se pueda ir a la basura porque alguien, inserto en otro mundo, en otra realidad, haya proferido un determinado grito referente a otro problema, a otro ámbito absolutamente desconectado de los crímenes perpetrados por las dictaduras de Chile o Argentina? ¿Cómo puede alguien imaginar que logros tales como los evidenciados en el caso Pinochet, demostrativos de lo mucho que puede dar de sí esa vía de persecución internacional de gravísimos delitos, y todos esos esfuerzos, materializados por tantas personas en tantos lugares, todo ello gracias a las acciones judiciales iniciadas años atrás precisamente en la Audiencia Nacional, puedan quedar anulados y disueltos como un azucarillo por lo que algún ayatollah haya podido gritar en un mitin, en Francia o en Tajikistán?

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Recordemos la histórica resolución del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional del 30 de noviembre de 1998, y los dos autos de ella surgidos (4 y 5 de diciembre), en los que, por unanimidad de sus once magistrados, se reconocía la jurisdicción española para perseguir los delitos cometidos por las dictaduras argentina y chilena respectivamente. ¿Puede ser ahora triturada, por causa de un grito, aquella trascendental resolución que abrió por primera vez la puerta a la esperanza de justicia para miles de víctimas que habían perdido toda posibilidad de ella en su propia tierra? ¿Puede borrarse de un plumazo una doctrina que, por primera vez, pone ciertos límites a la antes ilimitada impunidad de ciertos grandes criminales, injustamente protegidos por las barreras de la territorialidad?

El argumento invocado en su sorprendente resolución por la Sección Tercera de lo Penal contradice frontalmente aquella otra resolución de su órgano superior (el Pleno de la misma Sala), y puede resumirse así: 'Si el Tribunal Supremo dice que ese grito no es perseguible desde España, entonces tampoco son perseguibles desde España los asesinatos, torturas, desapariciones y demás crímenes perpetrados en Argentina y Chile por las dictaduras de Videla y Pinochet'. Se trata de un desolador argumento, enorme paso atrás para la justicia y para el más elemental sentido común. Pero, al mismo tiempo, tal argumento constituye una auténtica joya para los autores de aquellos crímenes, y un fuerte motivo de satisfacción para los habituales defensores de la impunidad.

Cabe imaginar la inmensa gratitud de los criminales chilenos y argentinos hacia el autor del grito en cuestión, y especialmente la de Hernán Julio Brady, al verse libre -gracias a la citada resolución judicial- de la orden de captura que pesaba sobre él, como imputado por las torturas y asesinato del español Carmelo Soria, funcionario de la ONU, torturado hasta la muerte en Chile en 1976. ¿Acaso puede alguien ignorar la abismal diferencia entre un grito -incluso el grito más subversivo imaginable- y miles de actos de secuestro, tortura y asesinato, que la propia Audiencia Nacional señaló como internacionalmente perseguibles por la justicia española, con arreglo a lo dispuesto por la Convención Internacional contra la Tortura y por nuestra propia Ley Orgánica del Poder Judicial?

Resulta disparatado invocar la impunidad de aquel grito para concluir que ese valioso principio de extraterritorialidad debe ser rechazado en todos los casos. Ello significaría recuperar el viejo concepto de la 'territorialidad judicial' y su inseparable principio de no injerencia en los asuntos internos de cada país. Concepto generador de impunidades múltiples, y cuya traducción en numerosos países no es otra que la 'no injerencia ajena en los crímenes y genocidios propios'. Todo ello al amparo del llamado principio de jurisdicción territorial, convertido demasiadas veces en un verdadero principio de impunidad territorial, del que tantos dictadores han usado y abusado hasta la saciedad.

No podemos pagar tan alto precio por un grito. Ni el grito más venenoso del mundo debería poder utilizarse para anular todos esos esfuerzos, todos esos logros, y toda esa doctrina abierta a la jurisdicción extraterritorial, como forma legítima -aunque siempre imperfecta- de aproximación al principio de Justicia Universal. Más aún: el hecho de que el nuevo Tribunal Penal Internacional -oficialmente vigente desde el próximo día 1 de julio- carezca de capacidad retroactiva convierte a dicho principio de extraterritorialidad en, prácticamente, la única vía disponible para ejercer algún grado de justicia contra los crímenes de aquellas dictaduras cuyos autores consiguen no ser juzgados en sus propios países, y que, además, nunca podrán ser llevados tampoco ante el TPI. Este dato nos obliga a valorar esa jurisdicción extraterritorial como sumamente valiosa, necesaria e irrenunciable.

Dado que las citadas resoluciones del Supremo y de la Audiencia Nacional todavía no son firmes, esperemos que acabe prevaleciendo el recto sentido del realismo y de la debida proporción, y que no llegue a consumarse lo que significaría un notable retroceso para la causa de la justicia internacional, y un regalo, tan grande como inexplicable, otorgado a los defensores de la impunidad.

Prudencio García es investigador del INACS y consultor internacional de la ONU.

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