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La razón del más débil

Como cualquier jefe de Gobierno, Ariel Sharon se enfrenta a un problema tan frustrante como paradójico: dispone de una fuerza aplastante para someter a los palestinos de Cisjordania y Gaza, pero no la puede utilizar.

Que un pueblo sea dominado por otro durante un periodo más o menos largo es una banalidad de la historia, es su tejido mismo. Para mantener a Argelia en el seno 'nacional', las autoridades francesas no dudaron en desencadenar una guerra sin cuartel que, por otra parte, terminaron perdiendo. Pero en esa época era posible causar hasta ochocientas mil o un millón de víctimas 'indígenas' sin provocar una reacción mundial que la invalidara. El primer problema de Israel es que la época colonial ha pasado históricamente.

Dicho esto, no ha pasado obligatoriamente para todo el mundo, como prueba el ejemplo de Chechenia. Para los Estados menos poderosos que Rusia, hasta hace poco todavía se podía matar con toda impunidad, a condición de que la represión tuviera lugar dentro de unas fronteras reconocidas. El que los turcos o los iraquíes arreglen cíclicamente sus cuentas con 'sus' kurdos, causando de paso decenas de miles de muertos, no ha causado demasiados problemas al mundo. ¿Por qué? Porque el pueblo kurdo, aunque cuente con más de veinticinco millones de almas, está físicamente dividido en cuatro países (Irak, Irán, Turquía, Siria) y, sobre todo, está absolutamente solo: nadie en la región se identifica con él.

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El segundo problema de Israel es que el pueblo palestino, compuesto por seis millones de almas únicamente, es árabe. Y como en un juego de engranajes y ruedas dentadas, el destino particular de ese pequeño pueblo provoca inevitablemente una considerable emoción en la conciencia de sus 'hermanos' -unos doscientos millones de árabes, que tienen bajo su suelo buena parte de los recursos petrolíferos del planeta-. Estados Unidos, que ha llegado a ser la única superpotencia mundial, y casi el único sostén de Israel, debe, por tanto, tener cuidado de que la represión desencadenada por Israel no ponga en entredicho sus propios intereses nacionales... ni el abastecimiento y la paz del mundo.

Israel no es un país cualquiera. Con o sin razón, desde su origen ha sido considerado el puerto de los supervivientes del Holocausto y, en cierta manera, el heredero de esa tragedia sin precedentes. La culpabilidad y la compasión de Occidente le acompañaron desde su nacimiento y, más aún, ha respaldado, más o menos conscientemente, la idea de que podía eludir la ley común. De este modo, sus fronteras de 1948, adquiridas gracias al éxodo de más de las tres cuartas partes de los árabes palestinos de entonces, fueron avaladas rápidamente por el mundo entero -con la notable excepción del mundo árabe-. No era tan difícil: tras esa expatriación, Israel se había convertido realmente en un país poblado por judíos; a los árabes que se quedaron se les prometió, si bien a título de ciudadanos de segunda, la integración en el nuevo Estado.

Pero en junio de 1967, la Guerra de los Seis Días cambió la mano. En primer lugar demostró por los hechos que el conflicto podía extenderse a toda la región (Siria, Egipto, Jordania), lo que ocultó durante un tiempo el hecho fundamental: por primera vez, el conflicto desembocaba en una situación de ocupación colonial. Esta guerra dio también origen al nacionalismo específicamente palestino, aunque la pasividad de los 'colonizados' de Cisjordania y Gaza permitiera durante mucho tiempo hacerse la ilusión de que todo podía continuar como antes. El surgimiento fuera de Israel, sobre todo en los campos en los que estaban aparcados los refugiados de 1948, del movimiento nacional dirigido por Yasir Arafat, también se fue imponiendo progresivamente a la opinión mundial. La atención excepcional de la que gozaba el Estado de Israel se extendió entonces a su 'adversario'. El conflicto palestino-israelí, que no afectaba estrictamente más que a una docena de millones de personas, empezó a gozar de una cobertura mediática casi universal. El tercer problema de Israel es que su política de represión se sigue desarrollando ante los ojos del mundo.

He aquí la cuadratura del círculo que deben resolver los dirigentes israelíes: su Ejército, dotado de las armas más perfeccionadas, incluida la bomba atómica, se halla ante la incapacidad ontológica de someter, o simplemente disuadir, a una población armada con cualquier cosa que se las tiene tiesas con él.

Pero Sharon había prometido a su pueblo 'romper' de una vez con todas la resistencia frente a la ocupación -o, según su lenguaje, restablecer 'la seguridad' aplastando el 'terrorismo'-. Traumatizada por el fracaso de las negociaciones de Camp David y de Taba, la población israelí le votó masivamente, dándole carta blanca para aplicar ese programa.

Poco más de un año después, estamos muy lejos de ello. El Gobierno israelí ha hecho entrar en escena sus tanques, sus helicópteros, sus aviones y sus barcos de combate. Pero se ha dado cuenta de que no podía matar más de cuatro o cinco palestinos al día sin provocar olas. Durante las últimas semanas, esta cifra se ha multiplicado por seis o por diez, pero Estados Unidos, movido por el deseo de cuidar al mundo árabe ante la perspectiva de un ataque contra Irak, ha empezado a pararle los pies.

Más que disuadirlos, la represión ha galvanizado a los palestinos, y cada ataque, castigo colectivo o 'asesinato selectivo' provoca nuevas vocaciones. Es la lógica de la guerra, cuyas consecuencias son, por otra parte, dramáticas para una sociedad palestina sometida no sólo a una miseria y un enclaustramiento feroces, sino también al reinado de unas organizaciones armadas que día a día van perdiendo cualquier sentido de la moral.

En un año, la represión ha provocado la muerte de unos mil doscientos palestinos. Pero para poder vencer realmente a Gaza y Cisjordania hubiera sido necesario que el Gobierno israelí pasara a un nivel muy diferente de violencia, es decir, como hicieron en un tiempo los ingleses y los franceses, que llevara a cabo una guerra colonial en la que las víctimas se contaran muy pronto por decenas de miles. Ahora bien, Sharon sabe que no puede hacer nada parecido, y los palestinos también lo saben.

Sharon se ve también imposibilitado para hacer real el único fantasma que podría 'arreglar' el problema de una vez por todas: poner a los dos millones de palestinos de los territorios en un autobús y mandarlos al otro lado de las fronteras. A la larga, si se excluye el Estado binacional que nadie desea, la solución, de una evidencia banal, es separar los dos pueblos (es Oslo, es Rabin) creando dos Estados vecinos. Pero a Sharon le anima precisamente la voluntad de impedir a toda costa esta salida.

Y como no logra 'aterrorizar a los terroristas', ¿qué es lo que hace? Sencillamente, demostrar a su pueblo, mediante una experiencia histórica de tamaño natural, que la solución militar es imposible.

Puede que la demostración no sea suficientemente contundente. Puede que, a pesar de todo, los israelíes mantengan la ilusión de que una represión más feroz daría finalmente fruto. En ese caso, sustituirán a Ariel Sharon por Benjamin Netanyahu o por un jefe aún más extremista. Puede que los colonos armados pasen a la acción directa, como la de las OAS en Argelia, y provoquen una radicalización aún más mortífera en el otro bando. Pero a fin de cuentas, con miles de nuevas víctimas de una y otra parte, el resultado será infaliblemente el mismo.

Entonces será necesario que el pueblo israelí se dé cuenta del fracaso y se someta a la realidad, como los palestinos tendrán que abandonar el fantasma de la destrucción de la 'entidad sionista'. Ese día, desgraciadamente lejano dada la increíble acumulación de odio recíproco, unos y otros mirarán hacia atrás y se darán cuenta de que los 'acuerdos de paz' ya se han redactado, precisamente en Camp David (que avaló la división de Jerusalén en dos capitales) y en Taba (que sentó las bases de una solución al problema de los refugiados).

En lo inmediato, la única prioridad es evidentemente acabar con la carnicería. Pero para negociar de verdad será necesario que los Sharon, los Netanyahu (y, simétricamente, los palestinos que sólo piensan en llegar hasta el fin), hayan perdido ante sus pueblos. Pero incluso con hombres convencidos de la cabeza a los pies de la necesidad de acabar con el conflicto, va a ser necesaria una gran dosis de genio político, de habilidad, de presiones exteriores, de dinero, de garantías internacionales y de gestos progresivos tendentes a restablecer una confianza hecha hoy migas. La esperanza puede parecer insensata, pero no hay otra solución. Todos los que siguen el dossier de Oriente Próximo saben que, en esencia, los textos de Camp David y de Taba no están nada lejos de ser aceptables para ambas partes.

La única cuestión es saber cuánto tiempo y cuántos muertos serán necesarios para que las dos partes terminen por reconocerlo.

Sélim Nassib es escritor libanés.

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