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Europa y su Constitución

Poner en marcha una Constitución europea será, sin duda, un paso decisivo para acabar con la tumultuosa historia de nuestra Europa multiforme. De ella ha salido lo mejor de la cultura, de la creatividad, del desarrollo económico e industrial, del pensamiento, del arte, de la ciencia. Pero esta misma Europa ha estado a punto de hundirse y de hundirnos a todos en un siglo XX loco que ha convertido el continente en una mezcla de violencia desaforada, de cementerio y de claustro arrepentido.

No será, sin embargo, un asunto fácil ni rápido porque ni rápido ni fácil es unificar países con trayectorias, lenguas y mentalidades diferentes y porque los resabios de las guerras del siglo no han desaparecido del todo. La vieja Europa occidental está más unificada por arriba que por debajo, y aunque ha dado un paso importantísimo con la puesta en marcha de una misma moneda, sigue pendiente de otra Europa, la del Este, retrasada por su pasada vinculación al bloque soviético y con problemas económicos, culturales y hasta raciales nada fáciles de resolver.

Tampoco será fácil saber quién y cómo liderará el proceso. Lo que sabemos, por ahora, es que, afortunadamente, no habrá un liderazgo único. Pero los liderazgos sólidos pueden chocar con otros secundarios muy desagradables, como el de un Berlusconi y otros colegas infames, y desde diversas zonas de un mundo en ebullición pueden llamar a la puerta otros liderazgos dispuestos a presionar con gran fuerza. El ejemplo más inmediato es el de Estados Unidos como implacable competidor económico y, a la vez, gran dueño y señor de la militarización. Tampoco hay que olvidar a una Rusia lejana en lo económico y cultural, pero no tan lejana en lo militar. A lo que hay que añadir un continente africano marcado por los resabios coloniales de algunos países europeos y un espacio asiático en plena ebullición, semicolonizado por Estados Unidos y con una China que va a por todas con un ímpetu arrollador.

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Por todo esto, no creo conveniente que el proceso que ahora se pone en marcha consista en elaborar de entrada una auténtica Constitución, sino más bien en discutir sin prisas criterios generales y precisar los grandes temas. Si, por el contrario, se intenta entrar directamente en la redacción de un texto constitucional, hay que recordar que una parte importante del mismo -la de los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos- ya existe en sus líneas básicas. Como es sabido, a lo largo del año 2000 se redactó en Bruselas, y se aprobó en la cumbre de Niza, la redacción de la Carta Europea de Derechos Fundamentales, elaborada por una asamblea formada por representantes de todos los países miembros de la Unión Europea, más o menos con la misma estructura que ahora se va a poner en marcha. Cada país miembro de la Unión Europea aportó cuatro representantes, uno nombrado por el Gobierno respectivo, otro en representación del Parlamento Europeo y dos en representación del Parlamento y del Senado, en su caso. Los cuatro españoles fuimos el ex presidente del Tribunal Constitucional J. L. Rodríguez Bereijo, en nombre del Gobierno; el diputado europeo del PP Íñigo Méndez de Vigo; el diputado Gabriel Cisneros, también del PP, y yo mismo como parlamentario en representación del socialismo español y catalán. Presidió la Convención el gran jurista alemán Roman Herzog, ex presidente de su país, que trabajó mucho y bien en circunstancias personales muy penosas y no pidió ni un solo marco como recompensa, a diferencia del señor Giscard d'Estaing.

Si recuerdo ahora aquella difícil tarea no sólo es por la experiencia vivida, sino porque creo que fue el primer paso en el largo y apasionante asunto de la elaboración de una auténtica Constitución europea. Y si algo demostró es que la consolidación de la Unión Europea como espacio único no va a ser un paseo triunfal.

Aquella primera gran tarea consistió en unificar el concepto de derechos de los ciudadanos europeos a partir de la diversidad de las Constituciones existentes, sin obligar a ningún país miembro de la Unión Europea a rectificar inmediatamente sus Constituciones propias. A la vez, fue un importante paso hacia la introducción en todo el espacio europeo de los avances más recientes en el terreno de los derechos y las libertades. Ambos aspectos se entrelazan, y si he subrayado la palabra inmediatamente es porque todos sabemos que hoy por hoy no es posible ni necesario forzar a los países miembros de la Unión a modificar sus textos constitucionales. Más bien se trata -y creo que éste va a ser el elemento central de la nueva Convención- de crear un espacio conjunto en el que las Constituciones de cada país se irán acercando unas a otras. Las vías de ese acercamiento no serán fáciles ni es seguro que todos los países miembros de la UE acepten sin más tal o cual presión reformadora que surja de un conjunto de países más unidos y más fuertes.

Cierto es que algunas instituciones europeas de gran calado ya han despejado una parte del terreno. Pongo por ejemplo el Consejo de Europa, gran institución jurídica y política, que ya ha conseguido, entre otras cosas, eliminar la pena de muerte en toda Europa. Ésta y otras instituciones facilitarán mucho la acción de los encargados de redactar esta parte fundamental de la Constitución de Europa y les permitirá centrarse en otros grandes temas.

Ésta será, sin duda, una tarea muy compleja. Pienso, por ejemplo, en asuntos tan fundamentales como las instituciones del gobierno de Europa y las estructuras parlamentarias. En lo que concierne al gobierno, ¿puede pensarse en una reproducción avanzada de la actual Comisión de Bruselas sin quedarnos como estamos? ¿No será más robusto y nuevo un sistema de gobierno basado en la dirección de los gobiernos europeos más sólidos, la presencia alternativa de los demás Estados y la representación, igualmente alternativa, de las grandes regiones?

En cuanto al Parlamento Europeo, ¿podrá seguir funcionando el actual como única institución parlamentaria, con la misma complejidad de sus tareas y de sus representaciones nacionales y con una composición tan heterogénea y tan numerosa? ¿No sería mejor dividirlo en dos instituciones, algo así como un Congreso y un Senado, este último convertido en el órgano de representación de las regiones, con carácter permanente las que más se consoliden y se extiendan, dentro y fuera de las fronteras actuales, y con carácter alternativo las demás? Esto será fundamental, sobre todo porque no es de creer que la Europa futura acepte la formación de nuevos Estados en su seno y más bien tenderá a unificar los Estados pequeños, como los del Báltico.

Pienso también en el complejo problema de las lenguas, a sabiendas de que el desarrollo actual conduce a un idioma de estructura sencilla, tanto en la lengua hablada como en la escrita, y ésta es el inglés, lo cual nos obliga a plantear con serenidad el papel de las demás lenguas, robustas unas, débiles otras, vivas algunas en grandes espacios extraeuropeos, como el francés en África y el español en América Latina, encerradas algunas otras en espacios ancestrales.

Pienso asimismo en el tema militar, porque lo que puede decir una Constitución europea es que los países miembros estarán al lado de los que defienden los derechos humanos contra la violencia y el terrorismo, pero queda sin saber si Europa seguirá bajo la tutela militar de Estados Unidos o ejercerá como potencia militar propia.

Éstos son asuntos que conciernen sobre todo a los miembros de la nueva Convención. Pero el tema es tan importante que todo es poco para crear un clima de diálogo, de discusión abierta y de intercambio de ideas. A trancas y barrancas entramos en una nueva fase de la construcción de una Europa que ya no debería caer nunca más en las confrontaciones del pasado. Y para esto, nadie puede ni debe decir que el asunto no le concierne.

Jordi Solé Tura es senador socialista de la Entesa Catalana de Progrés.

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