Dos largos años
'Vamos a más' fue el lema que empleó el PP en la campaña que le condujo a su triunfo por mayoría absoluta. Leídas hoy, esas tres palabras reflejan con precisión, aunque con tintes sombríos, lo que sucede desde entonces en la vida política española. Aznar acumula en sus manos mucho más poder que ninguno de sus antecesores en democracia, y lo ejerce de manera implacable y con talante autoritario. El Parlamento, los órganos constitucionales, la fiscalía, el poder económico, los medios de comunicación de titularidad estatal y muchos de los medios privados están sometidos a sus deseos, ya sea por la fuerza de la aritmética electoral, en correspondencia a los favores recibidos o por temor a las consecuencias que pueda acarrear la discrepancia. La hegemonía de la derecha española es aún mayor que en marzo de 2000, y para muchos sectores de la población ha llegado a ser agobiante. El Gobierno ha abandonado definitivamente el pudor que le llevó durante su primera legislatura a tratar de moderar sus impulsos; con mayoría absoluta, se comporta con el desparpajo propio de quien se considera el propietario natural y exclusivo del Estado y de todas sus instituciones.
En una ocasión escuché a José Pedro Pérez Llorca decir que los redactores de la Constitución nunca imaginaron que se pudiesen formar mayorías absolutas, por lo que no prestaron la atención debida a los contrapesos que en democracia deben limitar cualquier poder. Quizás él pensaba en lo sucedido entre 1982 y 1993; pero esa carencia es ahora evidente. Los mismos que acusaban a los gobiernos del PSOE de actuar con prepotencia y abusar del rodillo parlamentario, y que durante la primera mitad de los noventa llevaron su labor de oposición más allá de lo tolerable, hacen lo contrario de lo que decían antes de 1996 dando muestra de una gran hipocresía y desfachatez.
El balance de la estrategia de ocupación del poder por parte del PP está empezando a afectar a la salud de nuestro sistema democrático. Los espacios para la expresión del pluralismo se han achicado de manera considerable. El Parlamento está degradado y reducido a un papel subalterno, carente de un nuevo reglamento y de medios para cumplir con dignidad sus funciones, sin que sus máximos responsables den muestras de percibir el deterioro en el que se encuentra la instancia que representa la soberanía popular(del pueblo, no del PP). Fuera de las Cortes Generales, la situación no es muy diferente. ¿Dónde pueden confrontarse con serenidad y rigor las ideas y propuestas de los diferentes partidos? ¿Qué fue de los programas de debate o las entrevistas a políticos de distinto signo que solían emitirse hace años en los horarios de máxima audiencia, tanto en las televisiones públicas como en las privadas?
Desde que Aznar anunció que no repetirá como candidato, se ha colocado todavía más au dessus de la melée, en una posición más propia de la jefatura del Estado que de la presidencia del Ejecutivo. No se digna hablar con Zapatero salvo para responderle en un tono impertinente en el Congreso, y hace ya tiempo que los presidentes autonómicos no pisan el Palacio de la Moncloa. La oposición sólo es útil si se pliega a la estrategia previamente decidida por el Gobierno, recubierta o no bajo la manta de un pacto. Si se niega a participar en ese juego, es fulminada con un tratamiento de choque televisivo y estigmatizada bajo la acusación de deslealtad. Antes de 1996 estábamos en el 'váyase Sr. González'; ahora vivimos un permanente intento de deslegitimación del Partido Socialista. Hasta la Constitución del consenso es instrumentalizada al servicio de un PP poseído por el furor de los conversos. La patria y la Constitución, la Constitución y la patria, se están convirtiendo en simples piezas de un puzzle del que sólo Aznar tiene el dibujo completo, y que sólo él puede manejar.
¿En qué se está empleando todo ese poder? Pese a autodefinirse como liberal, esta derecha ha demostrado con creces su afición a injerirse en las decisiones de las empresas privadas. Ya en la legislatura anterior, uno de los principales empeños del Gobierno se dirigió hacia la creación de una tupida red de influencia en el terreno empresarial y financiero, al calor de las privatizaciones. Los principales núcleos de la economía española están ahora bastante más intervenidos, aunque por procedimientos más sutiles, que en 1996. ¿Con qué resultados? Una coyuntura extraordinariamente favorable les permitió exhibir hasta hace poco tiempo datos macroeconómicos magníficos, pero las tornas han cambiado y se empiezan a ver las fragilidades del modelo de crecimiento elegido : baja productividad, exceso de precariedad laboral, atraso en la utilización de las tecnologías de comunicación. Claro que el Gobierno recurre, ante ello, a la ocultación de información y a la tergiversación estadística para sacudirse de encima sus responsabilidades.
En estos dos años, también es patente el denodado intento de la derecha para recomponer el nacionalismo español y reequilibrar así la relación de fuerzas entre el centro y la periferia. Para ello no han dudado en servirse de cualquier argumento, desde los centenarios de Carlos V y Felipe II hasta la manipulación de la admirable rebelión cívica de quienes se niegan a vivir en el País Vasco bajo el silencio o el miedo. Quizás esa operación le pueda resultar rentable en el corto plazo al PP. Pero el recurso rancio a las esencias patrias no sólo es desde mi punto de vista una política equivocada, sino que comporta serios riesgos. Estremece escuchar a portavoces del PP y del Gobierno hablar con naturalidad de lo mal que se van a poner las cosas en Euskadi -¿peor aún?- y barajar como posible solución el recurso a las medidas excepcionales previstas en la Constitución. Mal vamos por ahí. Además, este neo-nacionalismo español no aparece sólo cuando se habla del País Vasco. Aspectos importantes del modelo autonómico están empezando a ser revisados, o al menos 'releídos', desandando un camino que entre todos recorrimos con esfuerzo para proyectar hacia el futuro el consenso constitucional y estatutario sobre el modelo de Estado.
Otros asunto que ha irrumpido con fuerza en la agenda política de este último periodo es la inmigración. Tras la famosa frase de Aznar -'había un problema y ya lo hemos solucionado'- y los tristes sucesos de El Egido en plena campaña electoral, se han sucedido a partir de marzo de 2000 otros muchos errores. A la aprobación apresurada de la nueva Ley de Extranjería siguió la comprobación de que no podía ser aplicada en sus términos. El número de inmigrantes crece con independencia de los designios oficiales, mientras la estrategia para afrontar con rigor y sentido democrático su integración en la sociedad española brilla por su ausencia. Fernández Miranda y Azurmendi agravan con su torpeza el enquistamiento de uno de los debates capitales para nuestro futuro. La incapacidad para garantizar la escolarización de niños musulmanes, la situación inhumana de las personas recluidas en el viejo aeropuerto de Fuerteventura o las recientes manifestaciones de racismo en Ruzafa y Cervera indican el gran fracaso de la política del Ejecutivo. Éste bordea la xenofobia al endosar genéricamente a los inmigrantes la responsabilidad del deterioro de la seguridad ciudadana, y demuestra su irresponsabilidad al reconocer que no ha tenido tiempo para estudiar cómo hacer que el sistema educativo sea uno de los primeros y más eficaces instrumentos de integración.
No obstante, los estrategas del PP siguen convencidos de que los votos se mueven más en función de los intereses particulares de cada elector, o de sus sentimientos de pertenencia, que por la movilización en torno a las grandes banderas de la igualdad y la solidaridad. En esa visión encajan los anuncios de una segunda reforma del IRPF, cuando aún estamos empezando a conocer los datos sobre los efectos que tuvo la primera. Según las filtraciones de un estudio elaborado en Hacienda, el 1% de los contribuyentes más ricos se beneficiaron 12,5 veces más que la media de la rebaja fiscal producida en 1999, y el 10% de la población con mayor renta se ha apropiado del 29,3% de esa rebaja, mientras que el 50% de los contribuyentes de menos renta sólo ha recibido el 23% de la misma. ¿Se volverá a repetir este reparto perverso? Entre tanto, pese a los desmentidos de Montoro sus propios informes oficiales reconocen que la presión fiscal ha aumentado en más de dos puntos. Se ha reducido un tributo pero han aumentado los demás, por lo que los españoles pagamos hoy más impuestos en proporción a nuestros ingresos.
Para completar el panorama de la actual legislatura, hay que señalar, aunque sólo sea a título de apunte, que la política exterior de España ha arrojado unos cuantos borrones -el más estrepitoso, en la relación con Marruecos- sobre las páginas que viene escribiendo nuestra diplomacia desde el comienzo de la democracia, y que los responsables de la política educativa están empeñados en introducir división y desigualdad allí donde debiera preservarse al máximo el consenso fraguado en la transición. La enseñanza, junto a la política científica y tecnológica, es una de las prioridades clamorosamente abandonadas por este Gobierno, gracias a la incompetencia de sus gestores y a su obsesión enfermiza por el 'déficit cero'.
Quedan dos años más por delante. Es prematuro avanzar vaticinios acerca de las posibles consecuencias de esta política sobre la voluntad de los electores. Ni siquiera sabemos quien será el encargado -o la encargada- de defender en nombre del PP estos cuatro años de gestión. Pero en el ecuador de su segundo mandato, la tarea del equipo dirigido por Aznar merece a mi juicio una valoración mucho más severa que la que tuve ocasión de expresar, como candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno, durante la última campaña. Entonces encontré muchos ciudadanos que se sentían aliviados por el simple hecho de que el primer Gobierno del PP no hubiese iniciado la 'segunda transición' a la que se había referido el propio Aznar antes de llegar a la Moncloa. Hoy, a la vista de lo sucedido desde entonces, pienso que nos corresponderá a los socialistas, cuando recuperemos de nuevo la mayoría, recomponer los destrozos que la política y el talante del actual Gobierno están provocando sobre los logros de la verdadera y única transición.
Joaquín Almunia es diputado del PSOE.
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