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Columna
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Autocracia

Enrique Gil Calvo

La celebración del XIV Congreso del Partido Popular ha constituido un éxito espectacular, en el sentido literal de la expresión, dada la etimología del latín exitus: un espectáculo público donde se anunciaba como gran acontecimiento la futura salida de la política del presidente Aznar. Y bien a pesar de muchos, lo cierto es que tan pomposa representación ha logrado impresionar al personal, creando la ilusión de que allí había algo más que teatro. En este sentido, la puesta en escena ha supuesto todo un acierto, dentro del género cortesano cuya máxima cumbre fue La fabricación de Luis XIV que Peter Burke tuvo ocasión de glosar. Pero ¿se trata de un puro espejismo, a modo de trampantojo que simula la ascensión a los cielos del caudillo Aznar? ¿O hay algo más?

La presidencia del Gobierno es una institución que se va constituyendo por la decantación sedimentaria de sus precedentes históricos. De ahí que la referencia constante que ha guiado la trayectoria de Aznar a la hora de ir vistiendo su personaje haya sido el mal ejemplo que le han dado sus predecesores, Adolfo Suárez y Felipe González, empeñándose el titular actual en no repetir ni por asomo los más flagrantes errores de aquéllos. Las dos lecciones negativas que Aznar parece haber extraído de la ejecutoria de Suárez son que la búsqueda de consenso debilita más que fortalece, y sobre todo que las divisiones internas en el partido de poder resultan suicidas. De ahí que nuestro presidente se busque irreconciliables enemigos externos (en Ferraz, Barcelona, Euskadi, Europa o Marruecos), esperando reforzar así una totalitaria cohesión interna que impone desde Génova y Moncloa con inflexible mano de hierro.

Y como no podía ser de otro modo, Aznar también ha extraído del fracaso de González tres grandes lecciones. La primera es que la bicefalia resulta contraproducente. El modelo del bueno y el malo que se repartían los compadres Felipe y Alfonso pareció eficaz a corto plazo, pero a la larga les estalló entre las manos. De ahí que Aznar haya asumido desde el principio los dos papeles a la vez, repartiendo zanahorias y palos para hacerse amar por sus hombres al mismo tiempo que temer, con la graciosa promesa de cargos a discreción para premiar a los leales y la brutal amenaza de que quien se mueva ya no saldrá nunca más en la foto del poder.

La segunda lección es que sólo pasan a la historia quienes, con voluntad o sin ella, o se retiran a tiempo cuando están en la cumbre, como Alejandro Magno, Jack Kennedy, María Callas o Greta Garbo. Pues las decadencias, como revela el ejemplo de González, suelen ser morbosas y deprimentes. Por eso Aznar ha optado por abandonar la política cuando ya no podía tener esperanzas razonables de continuar su trayectoria ascendente. Hasta ahora iba sacando elección tras elección más votos cada vez. Pero esa senda de ascenso iba a quebrarse probablemente en el 2004. Nada mejor, por tanto, que evitarse el mal trago. Y hacerlo, además, dejando a todos en deuda con el gran ausente. Queda en deuda su partido, que se lo debe todo a él. Queda en deuda la oposición, cuya chance mejora con el tapado que le sustituya. Y queda en deuda España entera, según sueña el narcisismo de Aznar. Deudas todas ellas que además se convierten en imposibles de devolver, si el gran acreedor sale definitivamente del poder.

La última lección al revés impartida por González es que los abusos de poder pueden ser descubiertos a la larga, arruinando la más brillante carrera política. Pero la tradición de la presidencia española autoriza a abusar del poder antes de perderlo. ¿Cómo evitar que te sorprendan en flagrante delito? Aznar ha abierto una vía inédita: retirarse antes de que le descubran y continuar después ejerciendo el poder desde la sombra, como forma de hacerse jurídicamente irresponsable. Es el sueño de impunidad vitalicia que acaricia el autócrata impecable, sólo responsable ante Dios y ante la historia.

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