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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hijo de...

En el prólogo de la nueva edición de Hijo de ladrón, publicada por primera vez en 1951, Raúl Silva-Cáceres afirma que la potente y desparramada novela de Manuel Rojas es 'sin lugar a dudas, la novela chilena más importante del siglo XX'. Personalmente, tengo mis dudas: ¿es mejor que El obsceno pájaro de la noche?, ¿supera a Los detectives salvajes?, ¿importa?

Lo que no cabe duda es que Hijo de ladrón marca un antes y un después en la narrativa local. Se trata, después de todo, de una novela insólitamente vital, orgullosamente de abajo; una saga épica casi neorrealista (las aventuras de Aniceto Hevia continúan a lo largo de tres libros más), fusión de Dostoievski, Arlt y Steinbeck, donde la novela de aventuras choca, de frente, con lo existencial y lo anárquico, rompiendo, de paso, la larga y pesada tradición naturalista en la que, hasta ese momento, estaba sumida la literatura latinoamericana del preboom.

HIJO DE LADRÓN

Manuel Rojas Edición de Raúl Silva-Cáceres Cátedra. Madrid, 2001 336 páginas. 9,50 euros

Hijo de ladrón (que acaba de ser editada a fines del año pasado en España por Cátedra con ocasión del aniversario número 50 de su publicación inicial) es una suerte de Huckleberry Finn austral, donde el Misisipí ha sido reemplazado por los Andes y la esclavitud por el hampa. Releyendo la novela por primera vez en 15 años, en la ultracanónica colección de lomo negro de Letras Hispánicas (que contiene el ya indispensable prólogo lleno de extras, como si se trata de un DVD), la obra cumbre de Manuel Rojas me sorprendió en más ocasiones de las que me decepcionó, pero nunca, ni por un instante, dejó de moverse, de patalear, de supurar pus y escupir sangre, porque Hijo de ladrón, a pesar de todas sus invocaciones estructurales, algunas más acertadas que otras, se inscribe en aquel selecto grupo de libros que, para bien o para mal, fueron escritos desde la tosca república de la experiencia.

Cincuenta años después, cuan

do las técnicas estructurales que osó usar Rojas encandilan menos, lo que cautiva es la voz de Aniceto Hevia y su particular manera de entender (y organizar) el mundo. La novela parte con un puñete, un párrafo que no sólo tiene garra, sino, en forma brillante, explica (¿o justifica?) la errática pero embriagante estructura que vendrá a continuación: '¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos por los que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es peor, confusa. La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada'.

En efecto, la novela funciona como la memoria de un joven de 17 años que viene recuperándose de un golpe formidable: ser expulsado al mundo, quedar huérfano, cambiar de país. Rojas lleva a Hevia de su Argentina natal al desangelado Chile de su madre, donde el mítico Valparaíso es una ciudad fría atiborrada de hospederías y cárceles.

Quizá porque acaba de cambiar de voz es que Hevia, por momentos, habla como Chandler o Ellroy ('no tenía miedo. No era el primer muchacho que salía a conocer el mundo. Subí al vagón') y, de pronto, tiene arrebatos filosóficos-poéticos, dignos de un adolescente con el alma temblorosa: 'Palidecieron las estrellas; un nuevo día avanzó hacia los seres humanos, hacia los presos y hacia los libres, hacia los enfermos y hacia los sanos, hacia los jóvenes y hacia los viejos, hacia los miserables y hacia los poderosos, trayendo lo mismo que trajera el anterior, o algo peor, la enfermedad, por ejemplo, o la desesperación'.

Pero uno le perdona tales excesos (y hay tantos que terminan volviéndose entrañables) porque Hevia no es un tipo que se expresa con facilidad. 'No podía contar nada. Mi vida era una vida para mí solo'. Por eso, quizá, se dedica a escuchar a otros personajes, una comparsa de seres que no alcanzan su estatura. La meta de Aniceto es clara: sobrevivir pero, sobre todo, no corromperse en un mundo injusto e inmoral, donde sus mismos pares muchas veces se comportan igual o peor que sus victimarios. Hevia, para ser preciso, nunca se asume como un hampón (en rigor, no lo es; cae preso por error) o como un vago. Lucha por no terminar como su padre, pero inexorablemente sigue sus mismos pasos.

Aniceto Hevia es un narrador au

tista, que se guarda, que casi no conversa con los demás. Posee, además, un sentido moral tan estricto que roza la intolerancia y lo aleja, por cierto, de todo placer, vicio o falencia humana. Hijo de ladrón altera los códigos de la picaresca al quitarle toda la picardía y el resultado se resiente. En la cárcel, por ejemplo, conoce a un mecánico que ha violado a una chica de 16 años. Aniceto, sin embargo, lo condena como el más feroz de los jueces. '¿Tenía la culpa de que su delito fuese grosero, que no me interesara y que al oírlo contar me hubiese quedado dormido? ¿Por qué, si quería a su mujer y a sus hijos, no le había dado un puntapié en el trasero a aquella muchacha o se lo había dado a sí mismo cuando aún era tiempo? Sus lamentaciones y sus arrepentimientos me parecían tontos y ridículo el odio que ahora sentía hacia la muchacha'.

Aniceto, como todo héroe trágico, carga una cruz: es hijo de ladrón, hecho que lo avergüenza y, sin embargo, lo enorgullece. 'En esa casa había vivido, hasta hace pocos días atrás, una familia, una familia de ladrón, es cierto, pero una familia al fin'. Si a alguien se le ocurriera emprender una suerte de remake de Hijo de ladrón, no me cabe duda de que Aniceto sería hijo de militar. En el Chile actual, ésa es la cruz que muchos inocentes deben cargar: hacerse cargo, procesar, lo que sus propios padres nunca quisieron o pudieron. En Chile, y en buena parte de América Latina, el ser 'hijo de...' es lo que condiciona el resto de tus días. Es el padre, no uno, quien forja tu camino. Aniceto Hevia lo sabe. Manuel Rojas lo sabía. Los hijos de militares y los hijos de los desaparecidos, también.

El escritor chileno Manuel Rojas (1896-1973).
El escritor chileno Manuel Rojas (1896-1973).

Una víctima de la canonización

EN CHILE, Manuel Rojas no es Dios porque Neruda, que falleció unos pocos meses después, en 1973, ocupa ese lugar. Su nombre, sin embargo, se asocia a lo institucional, a la cultura oficial. De la veintena de escritores que optaron por develar las verdades de los chilenos sin voz a comienzos del siglo XX, ninguno llegó tan lejos como Manuel Rojas. Es, quizá, quien mejor transformó la moral proletaria en literatura de verdad, evitando tropezar con el paternalismo y, sobretodo, con el panfleto. Rojas es hombre de un solo personaje (Aniceto Hevia) y, en rigor, una sola obra (la tetralogía conformada por Hijo de ladrón, Mejor que el vino, Sombras contra el muro y la notable La oscura vida radiante). Sus otros libros, donde destaca la novela caminera Punta de rieles, contribuyen a cerrar, y a potenciar, su inconfundible mundo de ladrones, aventureros y vagabundos. Curiosamente, la obra cumbre y central de Manuel Rojas no se encuentra en los estantes de autores chilenos en las librerías de Santiago. Es cierto que nació en Argentina (de padres chilenos, en 1896), pero su ausencia no se debe a un desliz geográfico: sus novelas tampoco están en el sector de literatura latinoamericana. Descansan, algo humillados, en el mesón de libros de textos para escolares. Uno puede comprar Hijo de ladrón en la edición de la colección Viento Joven de Zig-Zag (donde viene 'abreviada') o, si tiene suerte, la que corresponde a Obras Escogidas. Ambas llevan 30 ediciones. Rojas, en Chile, sin duda vende mucho, pero tengo mis dudas de si se lo lee. Víctima de la canonización y la lectura obligatoria, Hijo de ladrón, en su momento un best seller absoluto, es, hoy por hoy, una novela perdida. El vaso de leche, su magistral cuento corto, ha llegado a convertirse en prácticamente un cliché del realismo-social. Su mundo ha sido trajinado de tal manera que el ambiente rudo, violento, hediondo a sudor y a miseria, es hoy sinónimo de buenas intenciones, nobleza y solidaridad. Una reciente adaptación al cine de uno de sus cuentos (El ladrón y su mujer) causó una leve polémica no por sus correctos contenidos, sino porque el consejo cinematográfico la calificó para mayores de 14 años, no permitiendo así el ingreso de los escolares, el supuesto target a quien iba dirigido el filme. Rojas, por desgracia, ha sido emasculado por profesoras que se deleitan con que sus novelas, a pesar de transcurrir en los sitios más sórdidos imaginables, no contengan palabras soeces o escenas de alto calibre. Pero la novela, y el autor, por cierto, siguen siendo la misma. Ya es hora de que los propios escritores chilenos rescaten a Rojas y lo saquen de las aulas y lo lleven a las cárceles, prostíbulos y bares de mala muerte desde donde nunca debió haber salido.

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