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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El divorcio del Papa

La Iglesia no renuncia a establecer en los Estados democráticos modernos de religión mayoritariamente católica una especie de zona franca confesional en asuntos que considera esenciales en su doctrina y en su concepción moral. Es el caso del matrimonio, las relaciones sexuales, el aborto o la enseñanza religiosa, entre otros. En ocasiones, portavoces cualificados de la Iglesia -determinados obispos y teólogos- han llegado a poner en cuestión la legitimidad del Estado democrático para legislar libremente en estas cuestiones, sin enfeudamientos confesionales. Ahora, Juan Pablo II pide a jueces y abogados, en un discurso al Tribunal de la Rota Romana, que boicoteen las leyes estatales sobre el divorcio, vigentes en la inmensa mayoría de los países occidentales, amparándose en la objeción de conciencia.

La Iglesia es libre de defender, con la plena libertad que garantiza el Estado democrático, su postura a favor del matrimonio indisoluble y contraria al divorcio. E incluso de hacerlo con argumentos que no tengan en cuenta la profunda evolución social en la materia. También está en su derecho de exigir a sus fieles una práctica del matrimonio acorde con su doctrina. Pero si apela a poderes básicos del Estado, como es el caso de los jueces, para que no apliquen o apliquen de determinada manera las leyes sobre el divorcio, abandona su terreno -el de Dios- para invadir el del César -el Estado-. La cosa no es una broma. De otra organización que no fuera la Iglesia se díría que esa actuación es subversiva. Pronunciamientos como el del Papa no pueden dejar de ser mirados con recelo incluso por gobernantes y ciudadanos católicos.

El Papa apela a la conciencia del juez católico para que aplique la ley sobre el divorcio de la manera más acorde con la doctrina católica sobre la indisolubilidad del matrimonio. En suma, les pide en nombre de la fe una actuación que choca con su obligación de aplicar el principio de legalidad por encima de sus propias creencias. Un juez no puede acogerse legalmente a la objeción de conciencia para rechazar la aplicación de una ley; sólo le cabe la renuncia.

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Este llamamiento genérico a jueces y abogados a que objeten los procesos civiles de divorcio tiene todas las características de una invitación a la desobediencia civil, que en el caso de los jueces resulta de particular gravedad en tanto involucra a uno de los poderes del Estado. Distinto es el caso de los abogados por tratarse de una profesión libre, aunque quienes ejercen el turno de oficio están igualmente obligados a aceptar los casos que les correspondan. Por lo demás, entre los principios deontológicos de la abogacía aparece la libertad de defensa y de asesoramiento legal, cualquiera que sea la naturaleza del asunto. Algo tendrían que decir las organizaciones de abogados sobre esta peculiar concepción en la que la creencia individual del abogado prima sobre sus deberes profesionales.

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