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Columna
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El balneario de Caminero

Llegó a Valencia, levantó el tupé, bajó la pelota y se puso a dibujar el fútbol como un delineante. De haberlo visto, a Bob-by Moore se le habrían empañado los ojos; a Luiz Pereira, sus dientes de leopardo, y a Franz Beckenbauer, los cristales de sus gafas de acero. Resulta que, en el partido más ingrato y comprometido para un hombre-escoba, ahí estaba él engañando a las lombrices de Mestalla con su oscuro gesto de confesor y su cuerpo de dinosaurio. ¿Quién era aquel tipo que de pronto enmendaba el guión a los más grandes zagueros de la historia?

Muchos años atrás, sus colegas juveniles le llamaban Cami. Tal como ya se ha dicho, entonces pretendía ganarse la vida como extremo derecho, quizá por algún vago recuerdo de José Armando Ufarte; es decir, por el influjo póstumo de Mané Garrincha. Siempre iba pegando caderazos; obligado por su aplomo y su tamaño, movía su flequillo de pájaro loco por los carriles de la Ciudad Deportiva bajo la mirada perpleja de Vicente del Bosque. Avanzaba hacia el banderín de córner con el estrépito de una locomotora, pero finalmente solía virar hacia el palo, decidido a terminar las jugadas con la cabeza o con el pie, como un ariete o como un galgo, según la ocasión lo requiriera.

Durante su etapa inicial en el Valladolid hizo un primer ensayo como líbero. En cierta ocasión trató de enviar una pelota a córner y la estampó en el larguero. ¿Qué ocurrió a continuación? Pues que, en vez de alterarse, dio dos zancadas, la esperó en el lugar exacto, la bajó al piso sin el más mínimo síntoma de angustia y la sacó jugada con una autoridad y una prestancia rayanas en el desdén. Su compañero Eduardo Vílchez llamó a algunos amigos y les dejó un mensaje muy revelador: 'Conozco a un futbolista que los tiene de oro: se llama José Luis Pérez Caminero'. Pacho Maturana replicó sin titubear: 'Es el jugador que yo pondría en el salón de mi casa'.

Luego, Cami dio la curva del bumerán y recaló en el Atlético. Allí se hizo querer por su visión de juego, su toque de balón y un modo muy original de concebir la maniobra. Metido en su flexible armario de tres cuerpos, dio la sensación de ser uno de esos jugadores capaces de marcar por sí mismos un principio de superioridad. En la temporada del doblete Liga-Copa no faltó quien dijo 'claro, tienen a Caminero'. Fue en uno de aquellos memorables partidos cuando encaró a su ilustre colega Nadal en la banda izquierda, amagó por un lado, dio marcha atrás, pegó dos quiebros de jirafa y le mandó las lumbares al traumatólogo. Aquella jugada se convirtió en un emblema.

La otra noche pasó por Valencia, firme y elegante como un buque.

Entonces, como antaño, al Duende que Camina volvimos a llamarlo Caminero.

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