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Tribuna
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Oficio de tinieblas

Por mucho que se pretenda lo contrario, escribir es un oficio de tinieblas. Ya lo decía Unamuno, la literatura no es más que muerte. Cela oficiaba las tinieblas con una maestría espectacular. No inventó el idioma, pero en su particular ceremonia literaria lo conjuraba para que se dejara meter mano y poder contar a sus anchas la España que él sabía, esa recién salida de las tinieblas del odio, el hambre y la ruina moral. Cela oficiaba las tinieblas.

Otros muchos lo habían hecho antes, pero él retomó la costumbre, tal vez porque a su alrededor todo era hecatombe. Lo mismo que Quevedo o Valle-Inclán, supo retratar una época y definir al hombre que la habitó, con sus mezquindades y sus envidias, sus miserias y sus contradicciones, su salvajismo atroz y su soledad brutal, pero hombre al fin y al cabo y no guiñapo edificado con trampa y con cartón. No está bien hablar mal de los muertos y Cela acaba de morir. Las verdades duelen y la vida lo mismo, por eso, para espantar los terrores de la especie se valía de esa pizca de humor macabro a veces emparentado con el desdén. Eros y Tanatos son los eternos convidados a su obra. Los trabajaba a destajo. A Lázaro Codesal, uno de sus personajes, lo mató un moro a traición mientras se la meneaba bajo una higuera. No se puede pedir más. Viva la muerte. La guerra civil, ese millón de muertos, supuso la catarsis de su generación. A partir de ahí muchos tipos de muerte pasaron por sus páginas. Muertes por despecho, muertes de la tierra, muertes colectivas, muertes sonoras interpretadas al compás de la mazurca, muertes de perdedores, muertes a tiros en el OK Corral, y en su última novela, Madera de boj, muertes marinas por causa de naufragio. La literatura no es más que muerte, Cela con ella se purgaba el corazón, pero todo llega y no está bien hablar mal de los muertos, sobre todo si son recientes.

Para espantar los terrores de la especie se valía de esa pizca de humor macabro a veces emparentado con el desdén

La presencia de la muerte en sus novelas, lejos de reflejar cualquier atisbo de trascendencia, abunda a menudo en lo sarcástico, en lo pintoresco, en lo vital. La muerte puesta al servicio de la literatura resulta menos dramática que su viceversa. Otros lo habían hecho antes, pero él lo bordó. La liturgia de la muerte la oficiaba de muerte. No le importaba el hecho sino el modo; putas ardidas en anís, abuelos disparados con balas orinadas, onanistas caídos en acción. La muerte en la obra de Cela significa la interrupción prematura de la vida, no su final. La vida debe entenderse como reacción ante la muerte. La vida, si lo es, lo es a la contra, está en la tradición literaria de estas tierras, hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos que mañana ayunaremos, cantaba Juan del Enzina. Cela, en vida, no sólo no ayunó sino que se infló de literatura hasta el hartazgo, pero no está bien hablar mal de los muertos, sobre todo si son recientes y tienen el córpore insepulto aún.

Cuando la vida se interrumpe hasta la tiniebla se acaba. Había que aguantar. Lo bonito es aguantar un poco, dejó escrito, aguantar un poco y morir después de los muertos cantados y condenados a muerte, de los muertos que llevan la muerte pintada en los ojos, en la frente y en el corazón, de los muertos para los que todo el personal quiere la muerte.

Él resistía, tal vez para ganarle a la muerte la partida, pero hay cosas que no pueden ser. Su obra queda escrita y ya le sobrevive y le trasciende. También es una forma de triunfo. Ha sido longevo y no ha tenido mala muerte. Si le siguen leyendo será un muerto feliz.

Fernando Royuela es escritor.

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